17/Noviembre
William Woods
El mundo se tambaleaba ligeramente mientras
caminaba, señal inequívoca de que había bebido un poco más de la cuenta.
Aquella noche había decidido que ya estaba harto de quedarme encerrado entre
las cuatro paredes mi piso, esperando que ella apareciera como por arte de
magia en mi vida, una llamada, un mensaje o su sonrisa delante de mi puerta.
Pero habían pasado cuatro largos días desde nuestro beso y seguía sin tener ni
idea de dónde estaba o qué pensaba acerca de lo que había pasado entre
nosotros. No sabía si quería seguir o mandarlo todo a la mierda y eso en cierto
modo me asustaba, porque cada vez que estaba cerca de Myst yo sabía con certeza
que quería continuar con lo que fuera que estábamos compartiendo, aunque eso no
llevase cuesta abajo y sin frenos hasta el fin del mundo.
Y cuando el reloj había marcado aquella tarde las
nueve y ella aún no daba señales de vida, decidí coger las llaves, todo el
dinero que pudiera reunir y emborracharme hasta que la línea entre la realidad
y los sueños se difuminara ligeramente, el punto exacto donde olvidar que mi
carrera estaba estancada, con tendencia a empeorar, porque el psicólogo no
consideraba que ya estuviera lo suficiente recuperado para volver al trabajo. Y
que la chica por la que había dejado todo eso atrás, la chica que me había
arruinado y al mismo tiempo salvado de la monotonía de una vida tediosa, huía
de mí cada vez que me permitía avanzar un paso hacia ella. Era como jugar al
ratón, siempre persiguiéndola sin ser capaz de atraparla, porque ella tenía una
capacidad especialmente buena para escapar de mí. Al fin y al cabo, nada podía
detener al humo que se deshace entre tus dedos, a la nada no sólida ni líquida
en la que se transformaba.
La única forma de estar con ella era que la propia
Myst decidiera que eso era lo que quería y no sintiera la necesidad de salir
corriendo cuando la mirara, la tocara o la besara, pero estaba tan rota que no
podía estar seguro de si ese momento llegaría algún día. No sabía que había
pasado en su vida antes de conocerla, pero estaba seguro de que cosas terribles
le habían tenido que suceder para que llegara a ser como era ahora: escondida
tras su muralla de cristal, manteniendo a cualquier persona que no fuera su
compañera de piso y de armas alejada, portando una máscara inhumana a donde
quiera que fuera. A veces, estando junto a ella y viendo la inmensa tristeza y
desesperación que asomaban a sus pupilas de vez en cuando, podía contener a
duras penas el impulso de abrazarla, de sostenerla muy, muy fuerte entre mis
brazos y prometerle que todo iría bien, que todo mejoraría tarde o temprano.
Que la esperanza nunca debe perderse. Que lograría recomponerse.
Pero nunca lo hacía. Porque estaba seguro de que
muchos antes le habían hecho las mismas promesas, la habían estrechado en sus
brazos, la habían mirado a los ojos y le habían mentido. Ella jamás me creería
si le dijera tal cosa y probablemente eso sería lo más acertado, porque, al fin
y al cabo, yo no tenía modo alguno de cumplir esas promesas, sino a base de
fuerza de voluntad, y eso no bastaba. No
tenía una superhabilidad supra que me permitiera cuidar de ella y asegurarme
que nadie volviera a hacerle de nuevo tantísimo daño.
La verdad es que beberve tampoco me había ayudado
lo más mínimo. Solo me había gastado quince dólares en whisky barato y cerveza
para mirar hacia la pared de madera y pensar en lo mismo que me llevaba
planteando desde que la conocí en la comisaría. Cuánto había cambiado todo
desde el momento en el que la vi, con la sudadera que le quedaba demasiado
grande, la sangre manchando su piel, tan pálida que podías seguir con los dedos
el trazado de sus venas, y sus enormes ojos llenos de miedo.
Cómo la había odiado aquel primer día, cuando se
rio de mí, me clavó las uñas en el brazo y me confesó su crimen antes de
largarse impune de allí. Y había jurado vengarme por encima de todo lo demás,
aunque se me fuera la vida en ello.
Y ahora el mundo había dado una vuelta de 180
grados y yo estaba boca abajo tratando de encontrarle sentido.
Con un suspiro, saqué las llaves del bolsillo y
conseguí meterlas en la cerradura a la primera.
A pesar de que en la absoluta oscuridad de mi piso
no podía distinguir nada, ni siquiera las siluetas de los muebles que sabía que
estaban allí, supe de inmediato que algo no estaba bien, que sucedía algo fuera
de lo normal. Era mi instinto de policía que entraba en acción, pues no en
pocas ocasiones había tenido que agudizarlo para tener una ligera idea de qué
me esperaba detrás de una puerta cerrada: pistolas, bombas, asesinos.
Me llevé la mano al sitio donde solía llevar la
pistola cuando aun formaba parte del cuerpo de policía oficialmente, pero esta
vez solo encontré el hueco vacío en el que no estaba mi cartuchera, mientras
con la otra mano accionaba el interruptor de la luz.
En el salón que se encontraba ante mis ojos,
rodeada de mis cosas familiares, tales como la televisión que tenía algunos
años de más, las fotografías de mis padres, una gorra de mi equipo de fútbol
preferido y el resto de todo lo que había acumulado como objetos decorativos
desde que me había mudado al piso dos años atrás, se encontraba Myst. Estaba
sentada en la vieja butaca que había sido la favorita de mi padre y que él me
había regalado cuando me independicé, un recuerdo de mi hogar. Tenía las
piernas dobladas, pegadas al pecho y las rodeaba con los brazos, adoptando una
posición semi-fetal, solo que apoyaba la barbilla sobre las rodillas en lugar
de esconderla tras ellas. Nunca la había visto así. Tenía los ojos rojos de
llorar, el pelo enredado le caía suelto por la espalda y los hombros, y el
maquillaje se le había corrido en forma de lágrimas negras sobre las mejillas.
Parecía tan perdida como la primera vez que la vi, solo que ahora no fingía,
como denotaba la forma en la que le temblaban ligeramente los labios y lo
blanco que tenía los nudillos de apretar los puños.
Levantó la cabeza hacía mí cuando la luz la cegó
por un instante y parpadeó lentamente, como si ella fuera la sorprendida de que
yo apareciera por allí, cuando en realidad debía ser yo el que lo estuviera.
Olvidando todo lo demás, me acerqué corriendo hacia
ella y me acuclillé delante del sofá. Solo entonces me di cuenta de que sobre
su piel había manchas rojas… y sobre su ropa y su pelo. Sangre, sangre por
todas partes. El pánico me invadió hasta dejarme casi sin respiración. Ella
parecía incapaz de decir una sola palabra, con sus ojos abiertos de par en par
en pleno shock.
-
Myst – la llamé. Coloqué mis manos sobre sus
mejillas, que estaban gélidas al tacto, como si su piel hubiera perdido todo el
calor. – Myst, ¿estás herida? – Ninguna respuesta, ni un solo movimiento. Me
recorrió un escalofrío al darme cuenta de lo similar que era eso a nuestro
primer encuentro. – Respóndeme, por favor – mi voz se quebró de preocupación.
Muy lentamente, postergando mi sufrimiento, ella
negó con la cabeza lentamente. Inspiró y me miró, y en sus ojos vi toda la
agonía que ya sabía que estaba sintiendo.
-
No… no sabía a donde ir. No quería estar sola,
William. No esta noche. No sabía a donde ir – repitió. Comenzó a tiritar
ligeramente contra mis manos. Sin pararme a pensarlo ni por un segundo, la
rodeé con los brazos y la estreché contra mí, en un intento de transmitirle la
fuerza y energía que parecían haberse evaporado de ella.
Nos quedamos así por un instante que se dilató
hasta que no supe cuánto llevábamos unidos, con mis brazos sosteniéndola para
evitar que su mundo la derrumbase. Y entonces, sus pequeñas manos se aferraron
a la parte baja de la chaqueta que no me había dado tiempo a quitarme cuando
entré, y sumergió su rostro en el hueco de mi cuello. Sentí la humedad cálida
de sus lágrimas al colarse por debajo de mi ropa e impactar con mi piel. Su cuerpo
temblaba con cada sollozo contenido, apenas musitado contra mi hombro. Yo no
dejaba de susurrar palabras, todas ellas incoherentes, frases sin sentido que
ella no escuchaba, pero que yo no cesaba de pronunciar porque sabía que, a
veces, solo con oír la voz de otro ser humano era suficiente para aliviar parte
del dolor que nos asolaba.
En ese momento, por encima de cualquier otro,
incluso de la noche en el columpio, me di cuenta de lo sola que estaba Myst en
realidad.
No sabía a
donde ir. No quería estar sola. Había dicho ella. ¿Cómo de sola podía estar
una persona cuando su única opción era la persona que llevaba más de dos
semanas evitando? ¿Cómo de desesperada por tener alguien que la consolara que
había acabada colándose en mi casa y esperándome en la oscuridad, con toda la
angustia que apenas podía soportar?
La apreté con más fuerza y besé con suavidad sus
cabellos enredados.
Cuando al fin desahogó todas sus lágrimas, la solté
y ella se quedó ahí, sentada, perdida.
-
¿Qué ha pasado? – me atreví a preguntar mientras
le acariciaba con delicadeza la cara.
Después de una pausa que se me hizo eterna, Myst
bajó la vista al suelo.
-
Hoy… Sam… y yo…
- se le atragantaron las palabras y los ojos volvieron a ponérsele
acuosos. – Le han… disparado a Sam…
-
¿Qué?
-
Una bala en el pecho. Le ha atravesado el
esternón. Y tengo tanto miedo, William. No puede morirse, ella no. Es todo lo
que me queda, la única familia que no me ha abandonado aún – su voz temblaba
cada vez más hasta que ya no pudo seguir hablando.
Agarré sus manos y ella me miró, el terror
reflejado en todos sus gestos.
-
Sobrevivirá.
-
¿Cómo lo sabes? ¿¡Cómo?! – sus ojos brillaron,
llenos de una furia repentina que revelaba lo harta que estaba Myst de promesas
falsas, de mentiras, de la vida, tan puta y cruel como siempre.
-
Porque dudo mucho que Sam te abandonara. Creo
que esa chica hará lo imposible por seguir aquí y cuidar de ti. Y porque si tú de
verdad creyeras que va a morirse, no estarías ahora mismo aquí, conmigo, si no
con ella. De algún modo, en el fondo, sabes que va a sobrevivir. – Enarqué
ambas cejas, retándola a negar ese razonamiento. Ella levantó la barbilla, su
orgullo habitual volviendo a su lugar, y apretó los labios.
-
¿Y qué pasa si solo soy una estúpida? – Escondió
el rostro en las manos y gimió. - ¿Qué he hecho, dios mío? La he dejado sola
con ese lobo. Realmente soy estúpida.
-
Vale, ahora sí que me he perdido – puntualicé.
¿Qué tenía que ver un lobo en esto? Cada vez que Myst hablaba me descolocaba
más y más y precisamente esta noche parecía haber buscado las frases más
confusas para dejarme en un estado permanente de duda.
Sacudió la cabeza y bajó las manos. Parte de la
sangre que había en su rostro quedó impregnada en sus palmas, tornando estas
más rojas que antes.
-
Nada, olvídalo. – Desvió la vista de mi rostro
para evitar responder a las preguntas que afloraban en él.
Por esta noche, decidí que fuera ella la que
eligiera, libremente, qué contarme, qué explicaciones darme de todo lo que
pasaba. Y si solo quería quedar ahí, sentada en mi sofá y llorar mientras
utilizaba mi cuerpo como soporte mediante el que anclarse al mundo real, que
así fuera. Había pasado cada segundo desde que la conocí tratando de encontrar
respuestas y solo había conseguido más y más preguntas, pero había llegado a un
punto en que todas esas dudas eran parte del misterio que rodeaba a Myst y que
me atraía sin remedio. Quería conocer todos sus secretos, sus recovecos, el
pasado y el futuro, pero quería hacerlo poco a poco, desenvolviendo cada
historia de una en una, no con la avidez con la que había tratado de extraerle
la información antes.
Probablemente fue en ese momento cuando descarté
por completo la idea de mi venganza a cualquier nivel. Desde hacía tiempo,
desde que la química primitiva que existía entre nosotros había mutado hasta
convertirse en esa extraña conexión que me impelía a estar con ella, había ido
olvidando poco a poco mi propósito inicial, pero en ese preciso momento, toda
idea de vengarme por lo que me había hecho desapareció para siempre. Ahora
tenía claro que jamás podría hacerle eso a ella, porque no lo merecía, por mucho
daño que me hubiera hecho.
Hundí mis dedos en el cabello de Myst. Normalmente
soy ser liso, pero esa noche estaba tan enredado que parecía rizado.
-
¿Qué te has hecho en el pelo? ¿Es una nueva moda
o algo así? – le pregunté con sorna.
Sus labios se curvaron un poco hacia arriba, lo que
aligero el peso que me aplastaba el corazón por verla tan disgustada. Pero la
alegría no llegó del todo a sus ojos.
-
No. Ha sido la maldita peluca – señaló un montón
de pelo rubio que estaba tirado en el suelo a su lado. – Odio ponerme peluca.
-
Creo que prefiero no saber qué has estado
haciendo esta noche – admití, negando con la cabeza. Un disparo, cantidades
industriales de sangre, ropa provocativa, maquillaje y una peluca. Un conjunto
del que no podía salir nada bueno.
Apoyó su frente en mi hombro y suspiró.
-
Ni siquiera a mí me gusta saber qué he estado
haciendo esta noche – replicó; su voz de repente sonaba terriblemente cansada.
Una persona que solo hubiera visto la profundidad de sus ojos azules y oído su
voz habría pensado que Myst era mucho de los veintipocos años que en realidad
tenía. A pesar de que aún conservaba físicamente incluso un toque adolescente,
muy juvenil, estaba claro que los sucesos de su vida la habían hecho madurar
mucho más deprisa de lo que lo había hecho su cuerpo.
De repente, Myst levantó los ojos y los clavó en
los míos. Justo en ese instante, me di cuenta de lo cerca que ella estaba de mí
alrededor, sus labios tan solo a unos centímetros de mi rostro, su aliento
calentándome el cuello, su pelo haciéndome cosquillas allí donde chocaba con mi
piel. Su olor me envolvía por completo, el regusto óxido de la sangre mezclado
con su aroma femenino natural.
De algún modo, a pesar de todo lo que estaba
pasando en nuestras vidas en ese instante, la química resurgió. A pesar de que
a Sam le hubiera atravesado el pecho una bala, de que ella llevara ropa de
prostituta, de que yo siguiera sin trabajo por su culpa y de que se hubiera
colado en mi piso (un tercero) en mitad de la noche. Pero todo se evaporó como
si en el mundo solo estuviéramos ella y yo y el resto, las cosas horribles del
día a día, los problemas, las preocupaciones, todo hubiera desaparecido sin
más.
Ella se humedeció los labios sin despegar su mirada
de la mía y yo me tensé, porque sabía dónde acabaríamos si seguía por ese
camino. Pero antes de que tuviera tiempo de alejarme, ella me agarró por los
bordes de la chaqueta y me atrajo hacia su cuerpo.
El beso era mejor de lo que recordaba. Sus labios
se amoldaban a los míos perfectamente, tan suaves. Desde que su boca hizo
contacto con la mía, olvidé todas las objeciones a ese beso, olvidé hasta mi
nombre, porque nada importaba, solo la forma en la que Myst me apretaba contra
ella, sus ojos cerrados (sus pestañas me acariciaban las mejillas) y el gemido
agudo que dejó escapar cuando la agarré por la cintura.
Sus lágrimas saladas se mezclaron con el sabor de
sus labios cuando llegaron hasta nuestras bocas. Me separé de ella de golpe. Me
miraba con los ojos abiertos de par en par, sus mejillas surcadas de nuevo por
las lágrimas, su respiración jadeante, igual que la mía. Parecía indefensa,
pero sabía que solo era una apariencia. En realidad, era un verdadero peligro,
sobre todo para mi salud. Estaba seguro de que si seguía por ese camino,
acabaría completamente loco. Y parte de mí estaba deseándolo.
-
Myst, no – susurré. Quería estar con ella, no
había nada que quisiera más en el mundo que eso, pero no podía hacerlo cuando
ella parecía estar descomponiéndose poco a poco antes mis ojos, perdiéndose a
sí misma. No podía hacerlo si era solo una herramienta con la que luego
castigarse para sentirse peor.
-
Por favor – musitó ella con un hilo de voz.
Cerró los ojos un segundo y más lágrimas se escurrieron por su cara. – Lo necesito.
-
No así, no quiero que sea así entre nosotros.
Ella se dejó caer de rodillas frente a mí,
recuperando nuestra diferencia de estatura habitual. Levantó la cabeza para
trabar su mirada con la mía.
-
Soy como un huracán, ¿sabes? Destruyo todo a mi
paso. Y Sam… ella es lo único que me queda, ¿entiendes? He perdido a mi familia
y hace tiempo que no tengo más amigos que ella. Y hoy he estado a punto de
perderla. Quizá ahora mismo esté muerta y yo ni siquiera lo sepa. – Su voz se
quebró al decirlo. - Me siento tan sola, William. – Levantó la mano para
depositarla sobre mi mejilla, donde sus dedos rozaron la barba que no me había
afeitado en dos días. – Y ahora mismo, sobre ninguna otra cosa, te necesito a
ti. Necesito que me beses por todas partes y sentir tu piel contra la mía para
hacerme sentir que, por una vez, no estoy destruyendo algo que quiero. Que,
aunque solo sea esta noche, no estoy sola.
Entendía con claridad lo que Myst me estaba
pidiendo. Ella quería que la ayudase a olvidar que su compañera de piso, su
mejor amiga, se estaba muriendo, recurriendo para ello a una forma que le
permitiera escapar por completo de la realidad, que la envolviese totalmente y
la alejara del mundo. Solo quería huir del dolor y me necesitaba para ello,
porque no sabía cómo hacerlo sola, no podía hacerlo sola, ni quería.
Sentí que parte de mí se rompía por su petición. El
sexo no era la parte que me estaba pidiendo realmente. Lo que ella necesitaba
más que nada era sentir la conexión con otra persona, algo que aliviara el
vacío de su alma.
Sabía cómo se sentía, porque yo también lo había
experimentado alguna que otra vez. Pero, al menos, yo tenía a mis padres, a mi
compañero en el trabajo, a los chicos con los que quedaba de vez en cuando para
tomarnos unas copas y despotricar sobre las mujeres y sobre el fútbol. Ella
solo tenía a Sam y esa noche podía ser la última.
Así que, a cambio, me tendría a mí.
Coloqué ambas manos en su nuca, con su pelo
entrelazándose entre mis dedos, y la atraje hacia mí. Paladeé la desesperación
en sus labios, el deseo puro de estar más cerca el uno del otro que explotaba
entre nosotros, la tensión que crecía y crecía a medida que nuestros cuerpos
colisionaban.
Sus manos se habían anclado en mis hombros,
apretándome contra ella. Lentamente, se recostó en el suelo, obligándome a
bajar con ella.
-
¿Aquí? – apenas pude pronunciar, aun sin
despegarme de sus labios.
Ella me respondió con su simple asentimiento,
llevada por la necesidad de estar juntos lo antes posible, como fuera, donde
fuera. Justo la misma necesidad que yo sentía crecer y crecer, hasta devastarlo
todo a su paso.