(Si acabas de llegar, debes saber que la historia sigue un orden. Empieza por la primera entrada subida y vete avanzando hasta la más reciente, o te perderás la magia de la historia).


martes, 2 de julio de 2013

Let me motherfuckin' love you.


13/Noviembre

Samantha Petes (Nox




Aporreé la puerta descargando a golpes la confusión que vibraba dentro de mí y que me hacía sentirme en medio de un huracán. Sentía que en cualquier momento la fuerza del viento me iba a levantar de golpe del suelo y a lanzarme contra los árboles, los edificios, los coches, salvo que no era viento lo que se agitaba dentro de mí, sino emociones a las que ni siquiera sabía denominar porque llevaba tanto tiempo sin sentirlas que no recordaba cuál era cuál.
Tras salir de mi apartamento, estaba hirviendo de furia. Myst no había dejado de hacerme preguntas cuya respuesta no conocía y, joder, con cada interrogación que se quedaba flotando en el aire entre nosotras, sin una contestación adecuada, me sentía más desconcertada… intranquila. Hasta ese momento, durante toda mi vida, había sabido a la perfección qué quería y no había dudado en cogerlo, pero ahora, sentía… ¿miedo, quizá? Aquel maldito lobo había entrado en mi vida de golpe y había puesto boca arriba las cosas que yo había establecido tanto tiempo atrás, cuando mi corazón se convirtió en piedra y dejé de sentir las inquietudes cotidianas de los humanos, cuando perdí la capacidad de llorar o incluso de entristecerme, cuando no fui capaz de consolar porque no sabía fingir una empatía que no sentía.
Y estaba bien. Había sobrevivido en situaciones de mierda, había salido adelante con una madre a la que no le importaba mucho si me moría primero de hambre o frío, en una ciudad donde los hombres trataban de bajarme las bragas antes incluso de saber mi nombre, en un mundo donde la ley básica es la del más fuerte. Había conseguido ser la más fuerte, simplemente porque tenía menos debilidades. No sentía amor ni odio, porque esos sentimientos son los que siempre nublan el juicio y los que hacen que acabes cagándola y muriendo, en consecuencia.
Era una buena asesina porque jamás había sentido remordimientos al quitar una vida. Era una buena mentirosa porque no me importaba engañar a los demás.
Por eso, no quería cambiar, no quería que me cambiaran. Había soportado la intromisión de Myst en mi vida porque ella era lo más parecido a mí que había encontrado, una chica que preferiría vivir tras un muro de hielo para evitar que le hicieran daño de nuevo. Incluso sentía cariño por ella, del mismo que lo haría si hubiéramos sido hermanas de sangre en lugar de hermanas de guerra.
Pero no pensaba permitir que el licántropo se me metiera bajo la piel. Sabía demasiado bien, por la experiencia de Myst, por todos los corazones rotos que había visto a lo largo de los últimos años, que si le dejaba descongelarme por dentro y convertirme en humana, acabaría directamente sin pulso. Así que iba a desdeñar todos los putos sentimientos que resurgieran dentro de mí, por mucho que me costara. El amor era la mayor debilidad, la que te hacía cometer las peores estupideces, hasta anteponer la vida del otro a la tuya.
Había pasado por demasiada mierda para “suicidarme” por amor.
Seguir a Ian fue fácil. Tras haberme acostado con él, parte de su energía seguía dentro de mí, aunque lo cierto era que se extinguía rápidamente de mi organismo y, cuando desapareciera por completo, me convertiría en el súcubo inhumano dispuesto a cualquier atrocidad por alimentarse. Ya estaba empezando a morirme de hambre, después de tanto tiempo sin comer nada. Había sobrepasado el límite de tiempo dos días atrás, pero había preferido quedarme en casa lidiando con Myst, que estaba en crisis tras el encuentro con Jack, que salir a buscar alguna presa. Porque, lo cierto, era que odiaba cazar. Detestaba con todas mis fuerzas el hecho de salir por la noche, vestida y maquillada para atraer la atención, simplemente para acabar follando con un hombre que ni siquiera me recordaría por la mañana.
Odiaba ese intercambio vacío, odiaba robarles la vida a los demás para sobrevivir, como una garrapata, porque eso me hacía sentir igual que Hayden, mi madre. Cuando besaba a una de mis víctimas y les sustraía poco a poco la energía, me veía a mí misma como un retrato de ella y me aborrecía por ello.
Ella me había transmitido la condena de ser un súcubo, pero me negaba a ser igual que la mujer que me trajo al mundo. Evitaba pintarme los labios de rojo puta porque ese era su color favorito cada vez que salía de caza. Jamás volvía a ver a mis presas después de alimentarme de ellas porque mi madre solía tratarlas como a sus títeres, aprovechándose de ellas no solo para comer, sino utilizando su dinero como si fuera suyo por derecho tan solo por haberlos hechizado con sus ojos de súcubo.
Y, sobre todo, odiaba el tabaco. Me repugnaba su olor y la sola visión del humo gris ceniza elevándose hacía el cielo desde la punta encendida de un cigarro me enfermaba, porque ella se pasaba todas las putas horas del día con uno entre los labios, desparramando las cenizas por todas partes sin preocuparse nunca de la mierda que dejaba tras ella. Qué importaba el daño que hiciera a los demás mientras pudiera disponer de todos sus caprichos. Qué más daba que su hija tuviera que vivir de la caridad de las vecinas para poder comer, cuando sus hombres le compraban a ella ropa nueva y cara a diario. Porqué se iba a preocupar de pagar el agua y la luz cuando nunca estaba en casa.
Además, otra razón para evitar alimentarme erala incertidumbre de si podría mantener el control o acabaría matando a mi víctima en un acto de desesperación por culpa del hambre. Curiosamente, a pesar de que no me importaba matar a alguien cuando me pagaban por hacerlo, me destrozaba asesinar a una de mis presas, porque esa era otra de las cosas que Hayden hacía a menudo. Luego, se deshacía de las víctimas como si fuera solo el envoltorio vacío de la comida que había comprado, algo inútil, algo que no valía la pena.
Eso era lo que hacía que, a pesar de tener más y más hambre a cada segundo que pasaba, retrasara al máximo el momento de aferrarme a cualquier hombre y succionarlo poco a poco.
Así que en lugar de eso, decidí quemar los restos de cualquier relación que pudiera haber entre el licántropo y yo, para desterrarlo por completo de mi mundo. Seguí el rastro de su energía mediante la escasa parte de ella que aún permanecía dentro de mí hasta acabar delante de un edificio de apartamentos cutre y viejo que se encontraba a veinte minutos a pie de nuestra casa, en la peor zona del barrio. Estaba pintado de un desvaído color marrón y había grietas por todas partes, con ese aspecto que tienen las cosas que llevan demasiado tiempo en pie y ya no puede seguir sosteniéndose por sí mismas.
Por descontado, dentro no había ningún portero que me impidiera pasar, aunque no hubiera supuesto un verdadero obstáculo de haber existido (siempre y cuando no fuera una mujer, claro). Fui tras la huella del lobo hasta la tercera planta y me quedé durante un segundo parada delante de la puerta detrás de la cual estaba segura de que estaba él y en la cual había una D torcida.
Antes de tocar en la puerta, me relajé y me recompuse. Guardé todos los sentimientos que burbujeaban dentro de mí (rabia, miedo, inquietud, hambre… y, a pesar de que odiaba reconocerlo, nervios e impaciencia por volver a verlo, en una cantidad mínima) para concentrarme en ser la persona fría que siempre había sido, ocultando ante el mundo el hecho de que, poco a poco, por dentro me estaba agrietando para dar lugar a una persona consumida por sus emociones.
Luego, aporreé la puerta y esperé.
Él tardó exactamente seis segundos al abrir. Los conté lentamente para que mis pensamientos no se dispersaran y volvieran al cauce que intentaba evitar, pues eso me pondría más nerviosa e inquieta de lo que ya estaba.
Estaba tan jodidamente atractivo como un par de horas antes, cuando había estado en nuestro apartamento. Lucía una sonrisilla de autosuficiencia que hizo resurgir la rabia en mi interior y me contuve para no darme la vuelta y largarme de allí montando una escena y siendo ridícula. Sus ojos azules me repasaron de arriba abajo y luego brillaron con ferocidad, la bestia que se escondía dentro de él contento de volver a verme.
La mía también se alegraba de verlo a él, un banquete para un súcubo hambriento como yo.
-          Vaya, no esperaba volver a verte tan pronto. ¿Impaciente? – saludó él con socarronería.
-          ¿Puedo pasar? – mantuve el tono neutral y los ojos gélidos para no alentar la maldita sonrisa que elevaba sus comisuras.
-          Adelante – se apartó del umbral, invitándome claramente a entrar en su apartamento. Eso despertó mi curiosidad. ¿Cómo sería el sitio donde vivía? ¿Revelaría algo sobre él?
Entré sin reflejar ninguno de esos pensamientos en mi rostro.
No había recibidor. Tras atravesar la puerta, estaba directamente en el salón. Era pequeño, como era de esperar por la apariencia externa del edificio. Un par de sillones, un televisor de pocas pulgadas, una mesita diminuta. Las paredes estaban pintadas de color púrpura y había desconchones en algunas esquinas. En el armario del fondo se llenaban de polvo cuatro o cinco libros, junto a los cuales un reloj marcaba las horas con un sonoro tic-tac que pondría a cualquiera de los nervios al cabo de pocas horas. Un único cuadro de una noche de luna llena decoraba la pared. Repartidas por la habitación había algunas fotos. En todas ellas aparecía un hombre joven, de unos veinticinco o veintiséis, con una enorme sonrisa. En algunas estaba acompañado de una chica ligeramente más joven, de pelo casi negro y ojos azules.
-          ¿Tu novio? – pregunté, señalando con una cabeza uno de los retratos del hombre. No me pasó desapercibido el que no hubiera ni una foto de Ian en la habitación.
Él me miró con ambas cejas enarcadas, estupefacto ante mi suposición, antes de echarme a reír. Sus carcajadas me hicieron poner los ojos en blanco.
-          No, por supuesto que no – respondió al fin. – Es el dueño de la casa – explicó.
-          ¿No vives aquí?
-          Ahora sí – se encogió de hombros. – Luke me ha permitido mudarme a sus dominios mientras él estaba de… vacaciones – dudó un momento antes de decir la palabra, pero no me detuve a cuestionármelo.
-          ¿Y por qué vives en la casa de Luke? – insistí, girándome para mirar a Ian a los ojos.
-          Haces muchas preguntas, ¿no crees? – ladeó la cabeza y clavó sus ojos en los míos, de una forma que gritaba a los cuatro vientos que quería hacerme suya para siempre. No pude contener un escalofrío y tuve que apartar la mirada antes de que me produjera una combustión espontánea. Me miraba con intensidad suficiente para derretirme los huesos. Me dediqué a pasear la vista por la habitación.
Conseguí recuperarme tras un momento y volví al asalto que manteníamos, diciendo más con nuestros ojos que con nuestras bocas. La lucha no era tanto verbal como mental, porque los dos tratábamos de ser más fuertes, de ganar al otro y obligarlo a aceptar las condiciones que queríamos imponer y que el otro se negaba a aceptar. Y no pensaba ser yo la que perdiera.
-          ¿No vas a responder, entonces? – lo provoqué, con tono burlón.
-          Vivo aquí – sonrió – porque hay algo que me interesa muchísimo en esta ciudad y no quería irme sin encontrarlo. – Mis ojos buscaron de nuevo los suyos, como si estuviéramos imantados. Eran feroces y salvajes, llenos de promesas animales.
-          Así que, ¿no eres de la ciudad? – continué interrogando.
Él negó con la cabeza y su expresión se tornó nostálgica.
-          Soy de una ciudad del norte. Vine aquí para visitar a Luke y, después de encontrarme contigo, ya no podía volver. No sin ti. – Lo dijo como si fuera una sentencia, algo tan natural como respirar. No sin ti. Era un hecho tan obvio que ni siquiera se lo cuestionaba, mientras que para mí era una especie de condena a muerte.
-          Deberías volver a tu ciudad. Aquí solo pierdes el tiempo – no desvié la mirada al decirlo, para que él viera en mis ojos la sinceridad que había en ellos, aunque, en el fondo de mí, realmente me preguntaba si estaba mintiendo o no.
-          No sin ti – repitió él, con fiereza.
Zarandeé la cabeza, en un gesto que denotaba que pensaba que él era idiota. Ian se sentó en uno de los sillones y sonrió, dejando atrás el momento incómodo que había surgido entre nosotros.
-          ¿Ahora puedo interrogarte yo a ti?
-          ¿Por qué ibas a hacer eso? – repuse con mordacidad.
-          Quiero saber cosas de ti.
-          Pues lo siento, pero no. – Me senté en el sillón que estaba frente al suyo, apoyando los brazos en mis rodillas. – Nunca dije que esto fuera un compromiso de doble sentido.
-          Bueno, sería lo justo, ¿no crees?
-          Seguro que ya sabes que el mundo no es justo – repliqué con frialdad, entrecerrando los ojos.
-          Oh, sí, claro – se recostó contra el respaldo. - Tú prefieres, ¿qué? ¿La venganza a la justicia?
-          No tanto. – Me encogí de hombros. – Más bien, es el plato preferido de Myst.
-          ¿Myst? ¿Te refieres a tu amiga, la del apartamento? – se interesó.
No contesté de inmediato. Podía ver su juego, me estaba sonsacando de forma indirecta, haciendo preguntas enrevesadas o soltando afirmaciones solo para ver si yo lo negaba o confirmaba. No iba a seguir el camino que él había trazado, por supuesto. Yo solo jugaba bajo mis reglas, no las de nadie más. Aunque presentía que aquello iba a ser otro tira y afloja entre él y yo.
-          La misma. Pero no he venido a hablar de ella, por supuesto.
-          ¿Ah, no? ¿De qué has venido a hablar, pues? – mantuvo la voz calmada, pero pude percibir que bajo esa aparente tranquilidad vibraba la expectación.
-          De ti – me puse seria por completo y fruncí los labios. – Escucha, Ian, sé que crees que estamos unidos por algún lazo místico propio de los licántropos, pero te aseguro que entre nosotros no hay nada más que lujuria. Sí, pasamos una noche divertida y tuvimos un sexo increíble – él sonrió ante el recuerdo, lo que me hizo acalorarme. Seguí sin detenerme para evitar hacer alguna locura de que la Myst me haría arrepentirme más tarde. – Pero no significó nada. Eso es lo que hago. Seduzco a los hombres y me alimento de ellos y ellos enloquecen por mí solo por este envoltorio atractivo. Así que créeme, en realidad, no soy la compañera que el destino ha elegido para ti.
Tras soltar el discurso por el que había ido a su apartamento, respiré hondo y lo escruté en silencio, observando su reacción. No se había inmutado en absoluto. Cuando vio que había terminado de hablar, las comisuras de sus labios volvieron a formar una pequeña sonrisa.
-          ¿Has terminado?
-          Sí, ya he dicho lo esencial – afirmé.
-          Bien, ahora escúchame tú a mí. Y escúchame bien, Sam – su voz se hizo más profunda, más segura y parte del lobo se manifestó en sus iris más dilatados de lo usual. – Todo licántropo es capaz de reconocer a su pareja, sea quien sea, esté donde esté. Cuando llegué a esta ciudad, sentí la necesidad de salir a la calle y acabé entrando en aquella jodida discoteca solo porque tú estabas allí. Te olí a kilómetros de distancia, te percibí con la misma fuerza que a una tormenta. Sabía que eras tú antes incluso de ver lo que tú llamas “el envoltorio atractivo”. Si hubieras tenido tres ojos y una pierna menos, me hubiera dado igual, porque tu físico me importa una mierda. El lobo sabe que eres su compañera, tú y solo tú, así que sin importar lo que digas o hagas, te protegeré y cuidaré de ti hasta que me muera. Así que deja de perder el tiempo, porque no lograrás que cambies de opinión.
Pestañeé lentamente, sin saber qué responder ante esa promesa. A partir de ese momento, tuve claro que Ian había entrado en mi vida a largo plazo, dispuesto a instalarse y no largarse nunca más, y que la única forma de librarme de él sería matarlo. Y que, si yo decidía matarlo, él no haría nada para defenderse, probablemente, porque antepondría mi seguridad a la suya propia. ¿Eso era amor? ¿Ese sacrificio personal, el anteponer al otro, sin condiciones ni expectivas? Solo hacerlo porque se quiere lo mejor para la otra persona.
Solo una persona me había querido de ese modo, hacía muchísimos años, tantos que apenas podía recordarlo. Mi padre me había abandonado incluso desde antes de que naciera y a mi madre nunca le había importado lo suficiente, ni siquiera para darme un nombre antes de parirme. Estaba bastante segura de que me hubiera abandonado en el hospital si no hubiera sido por mi abuela, Helen. Ella había luchado con mi madre y había conseguido convencerla para que le dejara criarme. Fue la única persona que se preocupó por mí durante mi infancia, la que me enseñó a leer, la que me leía cuentos antes de dormir y me arropaba todas las noches. Helen era la única persona que me había querido de ese modo infinito e incondicional, como si fuera mi propia madre y abuela al mismo tiempo, pero había muerto cuando yo solo tenía seis años, muchos antes de que fuera capaz de apreciar esos detalles. Y ahora ya era demasiado tarde para reparar el daño que mi madre había causado.
¿Sería posible que Ian también me fuera a querer de ese modo? Pero, ¿y si él también moría antes de que pudiera darme cuenta? O, peor aún, ¿y si yo me daba cuenta y él moría después, destrozándome por completo? La muerte de Helen, debido a lo cual tuve que empezar a quedarme con mi madre, era lo que había provocado que me convirtiera en el monstruo sin sentimientos. Si volvía a sufrir lo mismo, ¿sería realmente capaz de mantenerme mínimamente cuerda?
Observé a Ian, imaginando un futuro en el que yo, siendo una persona normal, pudiera estar con él como una pareja normal. Pero solo fui capaz de ver la desolación y el dolor que conllevaba una vida normal.
-          ¿Y qué propones? – pregunté, verdaderamente curiosa.
-          ¿Que qué propongo? – replicó, desconcertado. – Que seamos una pareja, supongo. Ya sabes, cuidar el uno del otro, sexo, vivir juntos. Protegerte.
Fruncí los labios y negué con la cabeza.
-          No creo que eso sea realmente posible.
-          ¿Por qué dices eso? – entrecerró los ojos y apretó la mandíbula, molesto.
-          Porque soy un súcubo. Para mí, los hombres no son personas, son comida. Y no mantienes una relación amorosa con la comida – me encogí de homrbos tras mi razonamiento irrefutable.
Ahora, Ian parecía aún más desconcertado y molesto que antes.
-          Yo no soy una de tus víctimas de una noche, Sam.
-          Sí, claro. ¿Por qué? ¿Simplemente porque tú sientes un vínculo extraño entre nosotros? Yo no siento nada de eso. Para mí, eres solo una comida más.
Ian me miró impertérrito durante un tiempo que se alargó y se hizo interminable, con el semblante vacío de una forma que me resultó más antinatural que toda su rabia anterior. Cerró los ojos con una mueca de cansancio y dolor que me encogió el corazón ligeramente y sentí una punzada dentro de mí de un sentimiento que no supe identificar del todo. Quizá pena. O desesperación. O pánico.
Mientras el silencio caía sobre nosotros como una pesada carga, estuve segura de que las siguientes palabras que diría serían un adiós definitivo. Que, por fin, entendería que no teníamos futuro y se largaría, como habían hecho todos los demás en mi vida antes que él.
-          ¿Qué puedo hacer para que te des cuenta de que digo la verdad?
-          No lo sé – fruncí la nariz. - ¿Sabes? Soy un caso perdido. Lo cierto es que no soy del tipo de chicas que se enamoran, Ian. No puedes ser feliz conmigo – intenté convencerlo una vez más, aunque cada lo hacía con menos ganas. ¿Quería realmente que se fuera? ¿Por qué ya no estaba segura de nada? ¿Por qué cuando estaba con él sentía todos esos sentimientos fuera de control rebotando dentro de mí sin orden ni concierto?
Él me miró con una sonrisa sin alegría y cierto aire de superioridad, del modo que se mira a un niño que no comprende, como si él supiera algo que yo no pudiera entender. Dejó caer los hombros y suspiró. Luego, lentamente, levantó la mirada, que había bajado a sus pies, y fue subiendo por mi cuerpo hasta llegar a mis ojos y allí se quedó.
Había tanta intimidad en aquella mirada que la sentí como una caricia. Casi pude sentir físicamente su tacto en mi piel, sus manos sobre mí como la noche de la discoteca. El hambre volvió con fuerza inusitada, pero quedó relegada en un segundo plano, porque, en ese momento, estábamos Ian y yo, ambos perdidos en los ojos del otro. Me sentí eufórica y angustiada al mismo tiempo. Parecía que estuviera viendo la cosa más hermosa del mundo y verla me entristecía, porque sabía que estaba luchando por perderla.
Joder, no quería perderla. Pero tampoco quería que me acabara matando.
En ese instante, mientras nuestras miradas se cruzaron, sentí unos terribles deseos de llorar por el caos de mi mente, por la vida que pasaba como un tren de alta velocidad dirigiéndose hacia un muro y sin desviar el rumbo, directos al desastre. Después de quince años, volví a sentir el nudo en el pecho y el escozor en los ojos que había olvidado desde la noche que pasé llorando la muerte de mi abuela. Pero esta vez, me tragué las lágrimas y me obligué a permanecer impasible.
-          Sam – pronunció mi nombre como una oración, como una tabla de salvación a la que aferrarse en la oscuridad. - ¿Aun no te has dado cuenta de que lo que me haría verdaderamente infeliz es no poder estar contigo? – Hizo una leve pausa y ladeó la cabeza un poco. – Nunca te has permitido sentir nada por nadie. Te has obligado a ser más fuerte que todos los demás, que el mundo entero, y, para ello, has extirpado la parte sensible de ti misma. Pero yo lucharé por ti. No por meterme entre tus piernas, como todos los hombres que has conocido. Yo lucharé por ti.
Extendió la mano y agarró la mía, apretándola fuerte entre sus palmas.
-          Si la única forma que tengo de estar contigo es siendo tu comida, que así sea. Quiero estar contigo de la forma que sea.
-          ¿Te valdrá eso? ¿Follar mientras me alimento de ti? Sin sentimientos ni mariposas en el estómago – espeté con crudeza, aunque en el fondo sentía una terrible angustia, una réplica exacta de la que veía en su semblante.
-          Sí. Cualquier cosa será mejor que nada.
-          Pues ese es el trato. Sexo sin sentimientos, solo como medio de alimentación.
Él asintió con la cabeza y entonces me dedicó una sonrisa deslumbrante a la que no encontré sentido alguno.
-          De momento.
-          Nunca habrá nada más entre nosotros – aseveré.
-          Está bien. Pero, si algún día quieres más, sabes que yo estaré más que dispuesto. Y siempre cuidaré de ti, tengamos la relación que tengamos – mientras me hacía esta promesa, agarró con fuerza la mano que aún sostenía y deposité un beso suave en mis nudillos que me puso el vello de punta. Tuve que contener un gemido. Maldita sea, me estaba muriendo de hambre.
Un segundo. Ahora, si Ian y yo estábamos en una especie de relación de sexo, ¿significa eso que me tenía que alimentar siempre de él? Es decir, ¿no más cazas nocturnas? La alegría que sentí por eso se disipó de inmediato al darme cuenta de que no tardaría mucho en matarlo. Cada vez que me alimentaba de él, succionaba una parte importante de su energía vital. Si él pretendía que me alimentara a menudo, acabaría agotándolo por completo y moriría.
Mi expresión se tornó horrorizada. Oh, dios, no. No quería matarlo.
-          ¡No!
-          ¿Qué? – exclamó él, sorprendido por el cambio repentino.
-          Si solo me alimento de ti, te mataré. Consumiré todas tus fuerzas. No puedo hacer eso. Buscaré otras fuentes de alimento.
-          No – replicó él de inmediato. Su rostro se contrajo de furia y otra emoción desconocida. Un segundo después reconocí los celos. – Ningún otro hombre te tocará o te juro que lo mataré yo mismo, solo con mis manos.
-          Vaya, eres un poco posesivo – musité antes de poder contener mi lengua.
En lugar de la furia que esperaba recibir en respuesta, él me miró frunciendo los labios, tratando de contener una sonrisa que pronto desembocó en ruidosas carcajadas.
-          Oh, sí, cariño. Los lobos no admitimos que nadie toque lo que nos pertenece.
-          Pero yo no soy tuya.
Él suspiró ante mi tono terco.
-          Lo sé, pero… no podría contenerme, Sam. Si sé que otro hombre se ha acostado contigo… yo… - me miró, sus ojos cargados de una fría determinación – tendré que asegurarme que no siga vivo mucho más tiempo.
Fruncí los labios, tratando de buscar en vano otra solución.
-          Entonces, no hay manera. No puedo alimentarme solo de ti y tú no soportas que estés con otros hombres. Te mataré en poco tiempo.
Sorprendiéndome una vez más, Ian lanzó otra carcajada.
-          Me subestimas. No soy un humano común y débil. Soy un licántropo. Más fuerte, más rápido. Curo con más rapidez. No te digo que pueda alimentarte a diario, pero seré capaz de aguantarlo cuando tengas hambre.
-          No estoy segura…
-          Confía en mí, ¿vale?
Antes de que pudiera debatirlo de nuevo, él me agarró la muñeca de la mano que aún seguía entre las suyas y me obligó a ponerme en pie, al mismo tiempo que él también se levantaba. Al hacerlo los dos a la vez, nuestros cuerpos ocuparon todo el espacio entre los sillones, quedando casi por completo pegados el uno al otro. Sin darme tiempo a formular una pregunta o a pensar siquiera en cuál podría ser esa, las manos de Ian se instalaron con firmeza en mi espalda.
Levanté la mirada, confusa, y me topé con sus ojos azules, brillantes, feroces. El lobo aullaba detrás de ellos, reclamando lo que consideraba suyo por derecho. Pude leer en sus ojos sus intenciones, pero, todavía así, no me sentí con fuerzas para detenerlo.
De golpe, rápida y salvajemente, nuestros labios se chocaron. No fue dulce ni cariñoso. Era pasión, lujuria en su forma más primitiva y sensual. Su lengua se coló en mi boca y me acarició suavemente, de manera carnal. Antes de que me diera cuenta de lo que estaba pasando, mi cuerpo se había acoplado al suyo. Encajábamos a la perfección, mis curvas con las suyas, nuestros cuerpos parecían dos piezas de un mismo puzle que al fin se habían reencontrado. Sin poder evitarlo, sin querer detenerlo, mis manos se entrelazaron tras su cuello. Cerré los ojos e inhalé hondo, perdiéndome en su aroma.
Deliberadamente, sus dedos empezaron a trazar círculos lentamente, ascendiendo por mi espalda, volviéndome loca de deseo. Un escalofrío de placer me sacudió y gemí… muy alto. Le mordí el labio mientras nuestras lenguas jugaban. Incapaz de contenerme por un segundo más, succioné. De nuevo, su sabor me golpeó. Era, de algún modo, salado por un lado y dulce por otro, al mismo tiempo que tenía un regusto picante jodidamente seductor. Bebí de él con ímpetu, saciando el hambre que había estado conteniendo durante demasiado tiempo.
Cualquier vestigio de cordura se había volatilizado y desaparecido, solo éramos dos bestias salvajes. Sus manos apretándome cada vez con más fuerza, pero nunca la suficiente. Le clavé las uñas en la espalda para no meter las manos dentro de sus pantalones.
De pronto, él agarró mis muslos y me levantó del suelo, obligándome a rodearle la cintura con las piernas. Sostenía todo mi peso sin aparente esfuerzo.
Nuestros labios se separaron por un segundo. Los dos jadeamos por el deseo insatisfecho, por la necesidad de perdernos en el otro. Mis uñas seguían clavadas en su espaldas y sus dedos en mis muslos. Abrí los ojos, para descubrir que él me observaba fijamente. El azul añil había devorado el blanco de sus ojos, cubriéndolos casi por completo. Ojos de lobo. La bestia había salido a jugar, en respuesta al reclamo de la mía. Aun sin verme, sabía a la perfección que mis ojos también habían mutado, como pasaba siempre que me alimentaba. La parte blanca era negra y la pupila y el iris eran de un intenso color plateado. Ambos éramos dos monstruos. De algún modo, Ian tenía razón.
Éramos tal para cual.
-          ¿Lo sientes ahora? – musitó él en mi oído. Su voz era el sonido más sensual que había oído jamás, lo que me hizo gemir de nuevo, un sonido bajo y agudo. – Eso es, Sam. Eso es el vínculo entre tú y yo. ¿Vas a seguir negando que existe? – Me besó de nuevo, marcándome con sus labios. Se retiró demasiado rápido otra vez, dejándome con ganas de mucho más. – Eres mía, Samantha. Y yo soy tuyo.
Yo era incapaz de responder nada. Estaba perdida dentro de todas aquellas sensaciones, del vello de punta, de los latidos desaforados de mi corazón, los escalofríos en la columna vertebral, el pulso resonando en mis oídos y mi cuerpo enterando desesperado por él. Seguía teniendo hambre, pero no solo de su energía, sino de todo él.
Ian me besó de nuevo, aun con mis piernas enrolladas en su cintura y sus brazos sosteniéndome contra la parte que necesitaba hundida en mí. Y entonces, justo en el punto donde el mundo desaparecería para siempre y perdería la conciencia de todo, incluso de mí misma, conseguí recuperar la cordura. Me aparté de él, volviendo a sentir el suelo bajo mis pies. Sacudí la cabeza para volver a la realidad. Luego, miré a Ian aturdida. Él me observaba con una media sonrisa pícara y juguetona que me hizo desearlo de nuevo.
-          ¿A qué ha venido eso? – balbuceé.
-          Me pareció que tenías hambre. Y ya sabes, vivo para servirte - me guiñó un ojo de forma provocadora. Después, me tomó de la mano y me guió hasta la puerta, sin dejar de sonreír.
-          ¿Cómo sabías que tenía hambre? – acerté a preguntar.
-          Sentidos de licántropo – se tocó la nariz. – Podía oler tu hambre.
Seguía demasiado aturdida para articular en palabras los pensamientos que me desbordaban. Él abrió la puerta y acompañó hasta el pasillo, donde se paró frente a mí. Me levantó la barbilla con un dedo, obligándome a mirarlo a los ojos, sin parar de sonreír.
-          Vuelve cuando tengas hambre de nuevo, Sam. – Se agachó hasta que nuestras bocas quedaron a un escaso centímetro. Inspiré hondo, deleitándome en su olor salvaje y sensual. – O cuando quieras. – Finalmente, acortó la distancia y volvió a besarme, solo un beso de despedida antes de volver al interior del apartamento.
Me quedé parada delante de la puerta, mirándola como una idiota, hasta que mis pies fueron capaces de moverse para salir del edificio, aunque mi mente permaneció mucho rato en el apartamento, con el licántropo que había dentro de él.