Madrugada del 6/Noviembre
Detective William Woods
Jugueteé con la radio en busca de una emisora
aceptable, que no pusiera la misma basura repetitiva y sin sentido que la
mayoría a esas horas de la noche. A la una de la madrugada, vagamente puedes
escuchar algo decente y, encima, hacía un frío de ese que te va calando poco a
poco en los huesos, con lo que mi humor empeoraba por momentos.
Suspiré y me repantigué en el asiento del
conductor, que había hecho levemente hacia atrás para estar más cómodo durante
las largas horas de vigilancia.
Llevaba en aquel callejón casi tres horas. Estaba
empezando a pensar que, otra vez, mi presa se me había escapado,
escurriéndoseme entre los dedos, incapaz de ser atrapada por mi ignorancia.
Había seguido a mi asesina particular hasta una
lujosa mansión a las afueras de la ciudad. Ella había llegado en una cara limusina
negra, de ventanas tintadas, colgado del brazo de uno de sus mimados y
estúpidos críos de papá que tienen un par de cientos de dólares siempre en la
cartera como si fuera carterilla. Aunque seguía odiándola, mi parte masculina
supo apreciar su belleza. Llevaba un vestido
hasta las rodillas, de color azul, con escote de esos que se sujetan por
detrás del cuello y sin mangas. El cabello, tan largo y negro como una noche
sin luna, se le ondulaba en la espalda de forma elegante y se notaba que se
había esmerado con el maquillaje, que resaltaba el color azul zafiro de sus
ojos, a juego con el vestido.
Pero, aun así, no me olvidé por un momento del
monstruo que se escondía tras su apariencia de una chica guapa más, acompañante
de un rico.
Detrás de ella, salió de la limusina otra chica,
también terriblemente hermosa, de un modo brutal. La clase de belleza que te
corta la respiración, pero que, de algún modo, parecía que estaba rodeada de
peligro. Ella llevaba un vestido largo de color negro que dejaba a la vista
buena parte de la espalda, y también se agarraba a otro niño de papá
presuntuoso.
Nada más verlas subir a la limusina, frente a la
casa que no había dejado de vigilar, pese a sus advertencias (puede que ella me
dijera que esa no era su casa, pero no tenía ninguna otra pista de dónde
buscarla, así que no me había marchado de allí), supe que tramaban algo.
Estaban demasiado sonrientes, y podía notar la falsedad en la felicidad de sus
rostros.
Obviamente, no pude entrar a la fiesta. Solo para
invitados, me espetó uno de los seguritas de malos modos. Así que, como último
remedio, me quedé esperando en un callejón cercano, a un par de calles de la
entrada de servicio para los camareros, desde donde podía vigilar la puerta
principal, aunque muy de lejos. Mis amigas no habían salido aun y ya empezaba a
sospechar.
Mis sospechas se incrementaron cuando, de pronto,
una alarma empezó a sonar a todo volumen. A ese espantoso sonido lo siguieron
una gran cantidad de gritos: los invitados asustados, los seguritas
organizándose para averiguar el problema, la dueña histérica…
Salí del coche a toda prisa. Puede que fuera una
intuición simplemente, pero algo dentro de mí estaba completamente seguro de
que, fuera lo que fuera lo que había sucedido en la casa, la asesina a la que
yo perseguía era la culpable. Ahora, solo tenía que encargarme de conseguir las
pruebas necesarias, las mismas que me fallaron la primera vez que debí
atraparla, y todos en la comisaría se darían cuenta de que yo tenía razón, de
que aquella chica, por muy bonita que fuera, por muy frágil que pudiera
parecer, en realidad era un monstruo. Si conseguía una prueba sólida de su
culpabilidad, su apariencia no podría contrarrestarla.
Al mismo tiempo que cerraba la puerta del coche y
me calaba bien el abrigo, pues las noches de noviembre se empezaban a tornar
cada vez más frías, oí un ruido a mi espalda.
Me giré a toda velocidad.
Ella estaba allí, apoyada contra una pared,
jadeando. Ya no tenía puesto su precioso vestido de noche, ni los tacones,
aunque seguía estando maquillada y preciosa. El pelo, recogido en una trenza,
le caía hasta por debajo de la mitad de la espalda, y sus curvas quedaban
totalmente definidas por un traje negro ceñido, de esos que usan los espías y
los ladrones en sus atracos nocturnos para disimularse en la oscuridad.
Apretaba contra su pecho lo que parecía un valioso
jarrón antiguo, quizá chino por los dibujos que lo adornaban y por el estilo,
pero no sabía lo suficiente de arte como para estar seguro.
La asesina mantenía los ojos cerrados y se
esforzaba por calmar su respiración agitada sin aflojar la presa firme sobre el
jarrón. Parecía histérica. Probablemente, por la alarma que seguía resonando
con insistencia. Claramente, ella no había contado con esa complicación.
Ni conmigo
tampoco, pensé.
Me acerqué con movimientos silenciosos y veloces.
Tenía que pillarla in franganti para que no pudiera haber ninguna duda de que
ella era la culpable.
-
Levanta las manos lentamente. Quedas detenida
por robo y allanamiento de morada – le espeté una vez estuve lo bastante cerca,
a unos dos metros de la pared donde ella estaba apoyada.
Cuando abrió los ojos, pude notar un atisbo de
miedo en su mirada. Lentamente, me reconoció y entonces torció el gesto con
disgusto, como si yo fuera un niño molesto que se interpusiera en el camino de
su madre atareada, en lugar de irse a otro lado a jugar.
-
Detective, ¿continúa usted siguiéndome?
-
No la sigo. Acudo a la escena de un delito y
detengo a una culpable. Ahora, dese la vuelta y levante las manos.
Ella tuvo el descaro de dirigirme una media sonrisa
burlona antes de obedecerme. Puso las manos por encima de la cabeza tras darse
la vuelta.
Me acerqué lentamente, temiendo que pudiera
esconder un arma y me atacara cuando fuera una presa fácil, demasiado cerca de
ella para esquivar su golpe.
Como miembro del cuerpo de la ley, sabía el
procedimiento para evitar esa jugada en un detenido posiblemente peligroso.
Pasos cortos, vigilancia de movimientos. Extraje mis esposas de reserva, puesto
que las otras las había tenido que devolver cuando me obligaron a tomarme esas
“vacaciones”, por culpa de ella.
Cuando agarré sus manos, la apreté contra mi cuerpo
para evitar cualquier movimiento extraño que pudiera desembocar en una pelea
cuerpo a cuerpo, aunque estaba seguro de que ella no tenía la fuerza necesaria
para vencerme en esa clase de lucha. Aun así, preferí evitarlo.
Nuestros cuerpos chocaran con suavidad. Entonces,
me invadió su aroma: suave, femenino, una especie de olor a flores silvestres
y… a lluvia. Era raro, pero olía a lluvia, aunque de forma muy leve. Me quedé
quieto un segundo, intentando identificar a más profundidad el aroma. Ella me
miró por encima de su hombro. Su sonrisa se había ensanchado.
-
Vaya, detective. Si sigue así, no vamos a poder
seguir negando la química sexual entre nosotros.
-
No diga tonterías – murmuré con frialdad.
Ella se rio y movió con suavidad sus caderas, que
reposaban sobre las mías. Me obligué a respirar hondo y a serenarme. Porque,
por mucho que supiera que ella era una asesina cruel y despiadada, seguía
siendo una mujer joven y preciosa. Y yo era, al fin y al cabo, un hombre.
Para librarme de la tensión que se extendía dentro
de mí, empecé a esposarla. Bajé una de sus manos y cerré alrededor las esposas;
luego, repetí el proceso con la siguiente, colocando ambas tras su espalda, de
modo que no pudiera utilizarlas.
-
Esposas, ¿eh? – Volvió a reírse, de una forma
que hizo que me diera un escalofrío. - Debí suponer que le gustaban esta clase
de jueguecitos.
Ignoré deliberadamente su comentario. Solo me
estaba provocando, con sus curvas en ese traje ceñido, su risa, su olor.
Maldita sea, ¿por qué mi cerebro se empeñaba en olvidar que ella era un
monstruo?
Probablemente, porque ella había tenido razón. De
algún modo, había surgido la química, aunque no podía entender cómo, cuando yo
solo había buscado desde el principio detenerla y demostrar que decía la verdad
al acusarla. No me había dado cuenta hasta ese momento, pero el miedo que me
había atenazado la primera vez que la conocí se había ido disipando a medida
que la veía día tras día, paseando como una persona normal, riendo, comprando
café en cantidades industriales, tanto para ella como para su extraña amiga.
Verla allí fuera, como una ciudadana más, había hecho que dejara de temerla.
Y ahora, con nuestros cuerpos tan cerca y ella con
esa sonrisa pícara, sentía que la parte primigenia de mí, la que se dejaba
guiar por puro instinto, se sentía atraída por ella. Aunque mi parte racional
la odiara.
Recurrí a mi disciplina y me concentré en la tarea
que estaba llevando a cabo.
-
Señorita… - mierda, en ese momento tenía que
decir su nombre. Pero no lo sabía. Algo tan simple y aun no lo había
descubierto, tras permanecer una semana siguiendo todos sus movimientos
(siempre que no desaparecía de pronto, que era a menudo).
-
Myst – respondió ella de pronto.
-
¿Myst?
-
Ajá. Así es como me llama todo el mundo.
-
Pero no es su nombre real – afirmé, estrechando
los ojos. ¿Se pensaba que me iba a engañar con ese nombre tan falso? Parecía de
un cómic o algo así.
De pronto, en sus ojos brilló una chispa de
tristeza y melancolía. Levantó la vista al cielo estrellado e inspiró hondo.
-
Ahora sí lo es. El otro ya no servía. – Lo dijo
en un leve susurro que se perdió con una brisa de viento, pero pude escucharlo.
-
¿Qué quiere decir?
Por toda respuesta, ella se encogió de hombros,
dejando claro que no iba a hablar más del tema. Puestas así las cosas, yo
también decidí pasar del asunto, aunque me picaba terriblemente la curiosidad
después de esa extraña confesión.
-
Señorita… Myst – fruncí los labios, pero
continué – queda usted detenida por allanamiento de morada y robo. Tiene
derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que diga podrá ser usada en su
contra ante un tribunal. Tiene derecho a consultar a un abogado y/o a tener a
uno presente cuando sea interrogada por la policía. Si no puede contratar a un
abogado, le será designado uno de oficio. – Lo recité de memoria. Lo había
dicho medio millón de veces en el trabajo, puesto que era obligatorio repetirlo
cada vez que arrestábamos a un sospechoso.
Myst se rio ante el discurso.
-
Siempre había querido oírlo en persona después
de ver tantas series malas de polis. – Me miró sonriendo y se alejó un par de
pasos de mí. Luego, se giró, por lo que nos quedamos frente a frente. Sin los
tacones, era casi seis centímetros más baja que yo y mucho más delgada. – Pero
no hay ninguna razón para que me detenga. Esos cargos son falsos – enarcó una
ceja y supe reconocer el desafío patente en el gesto, lo que me hizo apretar la
mandíbula.
-
Oh, venga ya. Te he pillado escapando de la
propiedad con un jarrón robado.
-
Primero, no es allanamiento porque he sido
invitada a la fiesta. Puede preguntarle a mi acompañante. Le daré su nombre,
dirección, y el prestigioso apellido de su familia. – Me dedicó un gesto de
suficiencia con la cabeza. Ambos sabíamos que eso era cierto, yo la había visto
entrar del brazo de aquel idiota rico y, como buen estúpido con dinero,
contaría con los mejores abogados.
Resoplé.
-
De acuerdo, quizá puedas justificar tu entrada
en la casa, pero, ¿qué pasa con el robo?
-
¿Robo? ¿Qué he robado? – entonces, esbozó una
sonrisa de victoria. - ¿Ahora nos tuteamos, detective?
En ese momento me di cuenta de dos cosas. La
primera, que se me había escapado usar la segunda persona del singular al
hablar con ella y había abandonado la seguridad que daba el trato de usted con
un detenido. La había tratado con familiaridad. Al igual que a un conocido, no
como a un criminal. Pero ese era un error leve comparado con lo otro que había
pasado por alto.
El jarrón, el que ella había sostenido contra su
pecho cuando la vi por primera vez, había desaparecido. Cuando levantó las
manos por detrás de la cabeza, ya no lo tenía y no la había visto deshacerse de
él. ¿Cómo era posible? ¿Lo había escondido? Había tenido que ser muy rápida,
puesto que yo no le había quitado el ojo de encima y no me había dado cuenta de
nada.
-
El jarrón… - susurré.
Repasé el lugar una y otra vez con la vista; cada
sombra, cada rincón. No había grietas. Ningún sitio donde ella pudiera haberlo
metido, y menos en tan poco tiempo.
-
No es posible – mi voz se llenó de pesimismo al
darme cuenta de lo que acaba de pasar.
Había vuelto a derrotarme. Unos pocos minutos
antes, había estado a punto de atraparla con las manos en la masa, en medio de
un robo, y ahora no tenía absolutamente nada. No podía acusarla de allanamiento
porque ella tenía razón, había sido invitada a entrar en la casa. Y el jarrón,
la prueba fehaciente del delito, ya no estaba. Se había volatilizado delante de
mis narices y, sin él, no tenía nada. Nada de nada. No podía acusarla.
Ni siquiera pensé en las cámaras de seguridad o en
posibles testigos. Por mi experiencia, sabía demasiado bien que no encontraría
nada de eso.
Había perdido.
-
¿Ve, detective? Ya le dije que no había motivo
para que me esposara. – El tono de humor en su voz hizo que me hirviera la
sangre de pura rabia y tuve que morderme la lengua para contener las ganas de
empezar a gritar improperios en medio de la noche.
Maldita fuera. Me había dejado engañar como un
gilipollas. Había perdido la concentración, pensando en tonterías libidinosas
en lugar de centrarme en terminar el trabajo. ¡Joder! Ella me había utilizado
como había querido, fingiendo estar atrapada cuando en realidad ella era el
gato que había colocado la trampa. Y yo había caído de lleno como el idiota que
era.
La miré con todo el odio que bullía en mi interior.
Aquella parte recóndita que por un segundo la había encontrado atractiva había
quedado ahogada por todos los sentimientos negativos que tenía sobre ella, por
todos los pensamientos de rabia y frustración, y las ganas de matarla.
Ella me devolvió la mirada y suspiró. De pronto,
parecía terriblemente cansada de aquel juego.
-
Ya se lo dije, detective. Le dije que esto iba
más allá de sus límites, pero usted se obstinó en no creerme. Ahora, no puede
culparme. Se lo advertí.
Entonces, ella levantó la mano. Miré su mano, extendida
entre los dos, al principio sin darme cuenta de lo erróneo de la situación. Su
mano, pequeña y delicada, estaba levantada hacia mí, sosteniendo las esposas
que yo había colocado apenas unos momentos antes alrededor de sus muñecas, tras
su espalda.
Pero ahora, esas mismas esposas estaban en su mano
y ella estaba libre.
Cogí las esposas de forma automática. Las observé
durante un par de segundos, buscando el punto donde ella debía haberlas roto,
de algún modo que no conseguía comprender, para liberar las manos. Pero no
había ninguno. Las esposas estaban perfectas y… aun cerradas. Era imposible.
-
¿Cómo? – susurré. - ¿Cómo lo has hecho, maldita
sea? – La miré, esperando una respuesta. Alguna solución a los misterios que se
me iban amontonando.
-
Yo… no soy una persona normal, detective. – Se
encogió de hombros. – Pero eso ya lo sabe.
-
No… no lo entiendo. – Bajé la mirada. No podía
seguir contemplándola. Ahora parecía más humana que nunca, puesto que en su
rostro había un gesto de compasión que me producía temblores. – Todo lo que te
rodea, cada detalle que he descubierto sobre ti… no tiene ningún sentido. Haces
cosas imposibles. Desapareces al girar una esquina sin más, como si te
evaporaras en el aire. Te pierdo de vista con un simple parpadeo. Haces
desaparecer el jarrón ante mis ojos y ni siquiera me doy cuenta. Y ahora… -
apreté las esposas en un puño hasta que sentí como el frío metal se me clavaba
en la piel, llevado por la desesperación. - ¿Cómo es posible? ¿Por qué parece
que cuando tú estás cerca, la realidad se convierte en fantasía?
-
Yo… Lo siento – susurró ella de pronto. Levanté
la vista. Myst había vuelto a clavar la mirada en el cielo estrellado sobre
nuestras cabezas. - ¿Qué estoy haciendo? Juré vengar a mi hermana, pero ahora
me estoy convirtiendo en uno de los mismos monstruos que acabaron con ella. No
debí meterte en esto, detective. No debí comportarme como lo hice en la
comisaría.
Ella retrocedió un paso. Las sirenas de policía,
que habían empezado a oírse desde hacía un par de minutos, acercándose cada vez
más, ahora se habían detenido frente a la casa. Myst miró hacia allí y su
rostro se convirtió en piedra, con una determinación férrea. Estaba a punto de
huir.
-
Dímelo. Dime qué es lo que se me escapa.
Ella me miró de nuevo. Sus ojos dudaron un
instante, retrocedió otro paso. Entonces, adoptó una mueca de tristeza y agitó
la cabeza levemente. Los policías se estaban acercando, podía oír sus voces.
Habían tardado un poco más debido a la lejanía de la casa, pero ahora ya no
tardarían más de unos pocos segundos en recorrer cada centímetro buscando al
culpable.
-
¿Que qué se te escapa? Supongo que yo. – Esas
fueron sus últimas palabras. Luego, su cuerpo desapareció por completo, dejando
tras él unas leves volutas de humo blanco que fueron arrastradas por la brisa
de aquella fría noche de noviembre.
(Adiós, 2012. Ha sido un placer. Y bienvenido, 2013.)