(Si acabas de llegar, debes saber que la historia sigue un orden. Empieza por la primera entrada subida y vete avanzando hasta la más reciente, o te perderás la magia de la historia).


domingo, 9 de febrero de 2014

Danger may be our second name, honey.

24/Noviembre

Samantha Petes (Nox


Me miré al espejo antes de salir de casa. Era sorprendente cómo, a pesar de lo mucho que pueden cambiar las cosas en un momento, seguimos teniendo el mismo aspecto. El mismo cabello rojo, los mismos ojos verdes, el mismo maldito rostro atractivo de siempre.
Por fuera, todo mantenía su orden. Peinada, maquillada, bien vestida. Pero por dentro… ya no sabía qué tenía por dentro. La ataraxia no había desaparecido por completo, sino que congelaba mi corazón de vez en cuando y otras veces lo dejaba que vagara por su cuenta, mezclando situaciones en las que me embargaban tantos sentimientos a la vez que era incapaz de reconocerlos todos y otros momentos en los que volvía a ser la de antes, indiferente al mundo externo que me rodeaba. Y sabía qué era lo que provocaba el cambio.
Pensar en él me produjo un escalofrío y me mordí el labio. Kai era el único que había logrado devolver a la vida la parte más humana de ti, la que lo sentía todo a doscientos por hora, con el ritmo de la sangre atronándome en los oídos y la adrenalina corriendo por mis venas. Pero solo él. Con Myst había llegado a desarrollar algunos sentimientos de manera más aguda, como el afecto, la diversión, la nostalgia. Pero no me llenaba por completo, no me hacía sentir del mismo modo que cuando estaba con Kai y eso me aterraba, porque no sabía manejar lo que él despertaba en mí. Era una persona distinta y nueva, aunque seguía siendo Sam. Quizá una versión 2.0 de mí misma. O quizá una versión peor. Eso era lo que me faltaba por descubrir, lo que me daba miedo saber.
Ahí estaba mi encrucijada personal. ¿Qué debía hacer? ¿Debía separarme del licántropo y evitar todo lo que él me estaba provocando, cortar aquel cambio de forma radical? Así volvería a estar tan inmune al mundo como siempre. Tan vacía, me recordé a mí misma. Observando lo que sucedía a mi alrededor sin preocuparme por nada ni por nadie, casi como un muerto con un cuerpo aún vivo. Pero, ¿quería eso?
¿Estaba preparada, en caso contrario, para esa nueva forma de vida? ¿Y si me acababa matando? Los sentimientos eran un arma demasiado peligrosa y yo no era capaz de controlarlos, no sin la experiencia de una vida cargando con ellos. ¿Era demasiado tarde para empezar ahora? Quizá sí lo era. Quizá ya estaba condenada a sentir el vacío en el pecho y a ser consciente del abismo que me separaba del mundo, de sus pasiones, de sus temores, de su felicidad.
Y aun así, mientras todo eso cruzaba por mi mente, mi reflejo seguía siendo el mismo. ¿Cómo puede cambiar tanto algo en un segundo y que al mismo tiempo permanezca igual? Había perfeccionado tan bien la fría máscara que era imposible descubrir alguno de los nuevos secretos, junto a los antiguos, que ahora se ocultaban tras ella. Inescrutable, impasible. Eso nos habían enseñado nada más llegar a la organización. Nunca muestres tu debilidad. Así es como consigues que te maten. Pero yo no me estaba volviendo débil… ¿verdad?

***
-          ¡Saaaam! -  gritó de nuevo Myst desde el salón. – Maldita sea, me hago vieja esperándote.
-          Si cada vez que dijeras eso fuera verdad, ya tendrías un pie en la tumba – repliqué, terminándome de abrochar los cordones de las botas altas de tacón. Volví a mirarme en el espejo y observé mi naturaleza. El súcubo se percibía claramente si mirabas con atención, la atracción sexual que actuaba como imán fatal para los hombres. Me maldije en mi fuera interno.
Probablemente, cualquier mujer en el mundo hubiera dado lo que fuera por ser como yo. Pero yo estaba harta de tanta perfección y, sobre todo, de tanta atención. Podría haber salido a la calle en pijama, sin peinar ni maquillar y, aun así, todos los hombres me hubieran devorado con los ojos. Y lo odiaba.
Me sorprendí ante la intensidad de ese nuevo sentimiento. El odio y yo no nos habíamos llevado mucho durante los últimos años, porque él era demasiado intenso para un corazón hipotérmico como el mío, incapaz de sentir nada demasiado apasionado. Y el odio era apasionado, vaya que sí. Lo devastaba todo con la llama de la rabia, con repugnancia, con furia casi ciega. Era tan ilógico… pero tan normal al mismo tiempo. Había descubierto que, hasta ese momento, solo había odiado algo en toda mi vida: a mi madre. Ahora acaba de descubrir que también odiaba su legado, mi  condición de súcubo, porque, a pesar de las múltiples ventajas que venían con el pack, ya estaba más que harta de los pesados inconvenientes.
-          ¡Sam, venga! – se quejó de nuevo.
-          Ya voy – murmuré en respuesta. Me dediqué una breve sonrisa de ánimo en el espejo y salí de la habitación.
-          Uf, menos mal – Myst se levantó de un salto del sofá. Llevaba una sudadera enorme de color celeste con el símbolo de un dragón rojo en el medio y unos sencillos vaqueros.
A diferencia de mí, Myst no poseía una belleza sobrenatural que enloquecía a todo aquel que la mirara, pero, cuando te fijabas en ellas, veías su luz. Brillaba en forma de inteligencia en sus ojos, una chispa de diversión en su mirada, y la pasión que denotaba su voz cuando hablaba de algo que le gustaba, sobre todo de los libros. Entonces era cuando te dabas cuenta de que, en realidad, era preciosa y de que tenía la sonrisa más reconfortante del mundo, como una chimenea encendida en medio del invierno.
Probablemente por eso la había elegido para colarse entre las minúsculas grietas de mi armadura, porque era a la única a la que no le importaba que yo fuera demasiado atractiva, que estuviera incompleta por dentro y que dijera cosas inapropiadas cada dos segundos. Porque ella también estaba un poco rota, así que nos sosteníamos las piezas mutuamente.
-          Ya podemos irnos, señorita Quejica.
Puso los ojos en blanco y lanzó un bufido. Luego cogió su gorro del perchero, se lo caló hasta casi taparse los ojos, se guardó las llaves en el bolsillo y salió de casa.
La seguí, riendo de su frustración.
-          Bueno, cuéntame, ¿qué te han dicho?
-          No mucho – explicó ella mientras bajabas las escaleras. – Solo que teníamos una nueva misión y que intentáramos no cagarla en esta. – Apretó los labios. – Como si no fuéramos capaces de hacer nada bien por un maldito error, ¡uno solo!
-          No les des importancia, son estúpidos – me encogí de hombros.
Myst respondió con una carcajada.
-          Bien resumido. Bueno, el trabajo consiste en algo así como proteger a alguien. No sé. Me dijeron que nos explicarían todo mejor una vez lleguemos allí.
-          Vale. Entonces vamos primero a por el café y luego tú nos llevas directamente para allá.
-          Sí. Voy a necesitar una buena dosis de café si tenemos que tratar con los de la organización – su voz se tiñó de mal humor al planteárselo.
Abrió la puerta del portal mientras empezaba a decir algo sobre ir a comprar después munición a la tienda secreta de la organización, pero se cortó antes de terminar la frase. Sus ojos se desenfocaron y emitió un sonido estrangulado de sorpresa. Seguí la dirección de su mirada y no pude evitar sonreír al ver al detective apoyado en su coche, en la acera de enfrente, con una expresión seria en el rostro y las ganas de hablar con Myst pintadas en la cara.
-          Oh, mira, tienes visita – constaté, animada.
-          No me puede creer que haya venido – sonaba horrorizada. Cuando la miré, comprobé que lo estaba. Parecía a punto de vomitar. – Dios mío, ¿qué hago?
-          ¿Qué te parece hablar con él? – sugerí, empujándola para que avanzara un poco y poder salir de una vez del portal del edificio.
Una vez en la calle, se giró hacia mí, sus ojos dilatados de terror.
-          ¿No has hablado con él desde que os acostasteis?
-          Adoro tu sutileza para decir las cosas – me recriminó con sorna, mientras se sonrojaba. – Hablé con él una vez. Por teléfono. Solo para decirle que estabas viva y bien y que sentía todo lo que había pasado.
-          ¿Y qué dijo él?
-          Que no tenía por qué sentirlo.
-          ¿Y tú le respondiste…?
-          Murmuré una despedida y colgué.
Volví a reírme, tapándome la cara con las manos para que William no me viera. Myst me fulminó con la mirada y me zarandeó por el codo.
-          ¡Sam! Esto es serio. No tengo ni idea de qué hacer. Solo he estado con un chico antes y… bueno, no se parecía a esto – titubeó. – Es la primera vez que me acuesto con alguien sin ser pareja ni nada de eso.
-          Pero qué mona e inocente eres  - le acaricié la cara. El labio le temblaba por los nervios. – Relájate. Solo habla con él, eso no hace daño. Y si ves que no funciona, lo mandas a paseo y ya está.
-          Pero…
-          Sin peros. – La agarré por los hombros y le di la vuelta para que quedara mirando hacia él. Al verlo, William nos dirigió una sonrisa, pero no se movió. Seguramente sospecharía que Myst saldría huyendo si no dejaba que fuera ella la que se acercara. Empezaba a conocerla. – Yo iré a la organización, conseguiré la información y tú hablarás con él. Reparto de tareas.
-          Es injusto. Has elegido la más fácil – se quejó a media voz.
Esta vez, no me molesté en disimular mientras me reía. Myst parecía más que nunca una niña asustada yendo por primera a un colegio nuevo. Casi me la podía imaginar caminando mientras arrastraba los pies.
-          Sé valiente – le susurré al oído.
Asintió una única vez, cuadró los hombros y empezó a caminar hacia el detective. Cualquiera que la viera pensaría que estaba yendo directa a una batalla mortal.
Inmediatamente después me arrepentí de lo que había hecho. Teniendo en cuenta que no contaba con Myst como medio de transporte, solo me quedaba otro método mucho menos satisfactorio: caminar. Por suerte, solo eran unas cuantas manzanas y eso me daría tiempo para pensar, y en caso de que me resultará demasiado largo, podía coger un taxi en cualquier momento.
Por descontado, compré un café de camino, bien cargado y con doble de leche condesada.
Unas cuantas calles después, los sentí: un hormigueo en la nuca, un escalofrío, la sensación de unos ojos que espiaban todos mis movimientos. Alguien me estaba cazando. Reconocía el acto, pero pocas veces había sido yo la presa. Al fijarme con más atención, descubrí a los tres hombres que me seguían unos cuantos metros por detrás, apenas disimulando su atención sobre mí.
Los miré por el rabillo del ojo mientras fingía curiosear en el escaparate una tienda de ropa. Supuse que estaban esperando que me alejara de una calle tan transitada como aquella para abordarme.
Calculé mis probabilidades. Eran tres contra uno. Ellos eran altos, robustos y llevarían armas encima con toda seguridad, la cuestión era qué clase de entrenamiento tendrían. Eso era lo que marcaba la diferencia.
Seguí andando, fijándome lo máximo posible en sus movimientos. Sigilosos, seguros, confiados. Las probabilidades estaban en mi contra, porque difícilmente podría hechizar con mi voz a más de uno al mismo tiempo y no podía hacer nada más extremo en un sitio tan público. Llevaba mis propias armas, claro, pero, ¿sería suficiente? Quizá si me daba tiempo de sugestionar a uno para que se peleara con sus propios compañeros… eso haría un dos contra dos y en esas condiciones sí que lo lograría.
Solo tenía que encontrar el sitio adecuado, conseguir la ventaja logística. Una zona que conociera para poder tener el control de la situación…
Estaba completamente inmersa en mis pensamientos cuando sentí que una mano me agarraba del antebrazo y me arrastraba a una de las calles secundarias menos llenas.
Agarré la daga que escondía en la parte trasera de la espalda con la otra mano. Durante unos segundos supuse que mis seguidores habían sido más de tres y que se habían separado, para lograr cogerme sin que me diera cuenta. Una buena técnica de distracción, pues yo solo había prestado atención a los que había visto mientras los otros buscaban el mejor momento para cogerme. Vaya fallo de novata.
Ya tenía la daga en el costado de mi agresor, lista para hundirla en la carne hasta atravesar algún órgano vital que lo matara en cuestión de segundos, cuando me di cuenta de su olor. Y de su altura. Levanté la vista lo justo para ver el cabello castaño y sus ojos añiles, mirándome con seriedad.
-          Creo que la última vez no te hice nada tan horrible como para que me claves ese cuchillo, cariño.
-          Prueba a no secuestrar por sorpresa a una chica armada.
Sonrió y mi corazón se aceleró ligeramente. Maldije su capacidad para provocar ese efecto en mí cuando nadie más podía.
-          Eso le quitaría toda la gracia al asunto.
Guardé la daga de nuevo en su hueco. Su mano no me había soltado, al contrario, se había desplazado lentamente hasta sujetar mi muñeca.
-          Me has asustado – expliqué, teniendo que levantar la cabeza para poder mirarlo a la cara.
-          Ya, bueno. En vista de que no dabas señales de vida, decidí venir a buscarte. Por si acaso te hubieras olvidado de mí.
-          Eso sería extremadamente difícil – repliqué, pero sabía a qué se refería.
Tras aquella noche en la que me salvó la vida solo había ido una vez más, dos días más tarde. Le había agradecido que no dejara que me desangrara sobre su colchón y que sentía haber estado a punto de matarlo yo a mí vez dejándolo sin energía. Pero cuando trató de besarme, me alejé como si tuviera la peste.
“¿Acaso quieres que te consuma? Aun no has recuperado tus fuerzas. No sobrevivirás si me alimento de ti.”
Y luego me había marchado a toda prisa. Él me había llamado un par de veces, pero desistió cuando recibió siempre como respuesta el contestador. Y ahora se había cansado de esperar.
Desvié la vista, incómoda ante la intensidad de sus ojos.
-          Lo siento – musité. – Creo que no se me dan muy bien esto de las relaciones.
-          No te preocupes – levanté la vista ante su tono despreocupado. Me dedicó una sonrisa feroz. – Aquí estoy yo para enseñarte.
Sin darme posibilidad a respuesta alguno, me acercó a él y me besó con desesperación. Sentí la esencia del lobo, la necesidad animal latente detrás de aquel beso. Había dejado a la bestia demasiado tiempo sin su compañera y ahora la reclamaba de nuevo, relamiéndose del gusto. Y yo no encontraba queja alguna.
-          Te he echado tanto de menos – susurró con su frente apoyada en la mía. Sus manos se habían colado bajo mi pullover y recorrían en círculos la piel de mis caderas. – La próxima vez irrumpiré en tu casa si es preciso, lo prometo.
Me reí ante la decisión que resonaba en su voz. Con Kai había aprendido a temer sus promesas, porque rara vez las incumplía.
-          Vale, vale. Intentaremos no llegar a ese extremo.
Me separé de él, alerta, y miré al otro lado de la calle. Mis amigos estaban en la esquina de enfrente, mirándonos fijamente.
-          Sam – Kai trató de llamar mi atención. Volví a mirarlo. – Hay algo importante que debo decirte, por eso estoy aquí. Bueno, por eso también, además del beso. – Cogió un mechón de mi pelo y me lo colocó detrás de la oreja.
-          ¿No me lo puedes decir luego? – propuse. Por el rabillo del ojo comprobé que mis seguidores empezaban a acercarse a nosotros, lentamente, tratando de no llamar la atención.
-          Es importante, de verdad.
-          Es un mal momento, Kai. – Coloqué ambas manos en su rostro. - ¿Ves a esos hombres al otro lado de la calle?
Sus ojos siguieron la dirección que le indicaba sin mover la cara, con discreción.
-          Ajá.
-          Pues creo que están tratando de matarme.
El cuerpo de Kai se tensó de golpe. Apretó la mandíbula y los puños hasta que los nudillos se le volvieron casi blancos. Sus ojos empezaron a mutar, dilatándose cada vez, mientras la bestia salía a la superficie, demasiado furiosa para ser controlada. Incluso pareció crecer, haciéndose más grande de lo que ya era, y mucho, mucho más feroz. Tenía una expresión letal que me asustó incluso a mí, que era casi inmune al miedo y que sabía que su rabia no iba dirigida a mí.
Cuando mostró los colmillos, visiblemente más largos y peligrosos, supe que estaba a punto de llegar a un punto sin retorno.
-          ¡Eh, Kai! – le di unas leves palmaditas en la cara, tratando de enfocar su atención en mi roce. Clavó los ojos en mí, pero aún parecía a punto de transformarse en cualquier instante. - ¿Recuerdas que estamos en un sitio público, verdad? No puedes convertirte en lobo aquí. Llamarán a la perrera o algo así.
-          Los mataré si tratan de hacerte daño – gruñó, su voz mucho más ronca y agresiva de lo habitual. Un escalofrío me recorrió entera. Por alguna razón que escapaba a la lógica, me gustaba muchísimo verlo en ese estado tan primitivo, tan salvaje.
-          Vale, pero en forma humana, ¿de acuerdo? – Él asintió con gesto rígido. Respiró muy despacio, relajándose hasta que sus ojos volvieron a la normalidad.
-          ¿Qué hacemos ahora? – preguntó, sin perder de vista a los desconocidos. Estos se habían vuelto a detener, posiblemente al ver la reacción de Kai. Cualquiera con dos dedos de frente se daría cuenta que no era racional enfrentarse a él.
Miré a mi alrededor, buscando alguna solución. No había ninguna puerta abierta, solo la calle extendiéndose en sus dos sentidos. Tampoco había ningún lugar donde ponerse cubierto, lo cual era un problema si aquellos cabrones llevaban pistolas. Y no me había puesto el chaleco antibalas aquella mañana.
-          ¿Salir corriendo? – sugerí, encogiéndome de hombros.
-          ¿Has traído el coche?
-          ¿Qué coche?
-          ¿No tienes coche? – preguntó alarmado.
-          No, claro que no. ¿Para qué voy a tener coche si no sé conducir?
-          ¿Y cómo vas de un sitio a otro?
Le lancé una mirada que dejaba a las claras que pensaba que era ligeramente idiota y sonreí.
-          Myst.
Él entrecerró los ojos y negó con la cabeza, frustrado. Me olía que en ese momento estaría cruzándole por la mente algún pensamiento del estilo “menuda compañera más complicada me ha tocado”, y eso me hizo sonreír aún más.
-          Pues por esta vez, yo seré tu medio de transporte.
-          Por favor, dime que eso no significa que vas a transformarte en lobo y que tendré que montar a pelo sobre tu lomo – me quejé, poniendo los ojos en blanco.
-          No, prefiero que me montes de otras formas. A la de tres, ¡corre!
-          Llevo tacones – repliqué, entrecerrando los ojos.
-          O corres o te cargo sobre los hombros como un saco de patatas – amenazó, su voz más grave de lo habitual.
-          Oh, vale. – Acepté con un gesto de renuencia.
Me miró a los ojos por un segundo y supe que quería decir algo, pero al final, optó por darme un pequeño beso en los labios. Su mano se desplazó hasta agarrar la mía y contó solo moviendo los labios, apenas emitiendo ningún sonido. Y justo cuando formaba el tres, echó a correr como alma que lleva el diablo.
Yo era una buena corredora, aunque no fuera una de mis actividades favoritas, pero Kai era mil veces más rápido que yo, probablemente porque tenía bastante más de animal salvaje. Me arrastró tras él a toda velocidad, con mis tacones resonando como martillazos sobre el suelo. Pocos segundos después, antes de que nos diera tiempo de girar en la esquina, el sonido de armas al ser disparada se sumó al de mis zapatos contra el cemento del suelo.
-          ¡Hijos de perra! – vociferé, pero Kai no aminoró la velocidad, sino que pareció aumentarla aún más, hasta el punto en que casi no fui capaz de seguirlo, a pesar de que seguía cogiéndome de la mano.
Las balas pasaban volando a nuestra alrededor, más rápidas aún que nuestra desenfrenada carrera, tratando de atravesar nuestros cuerpos en movimiento. Volaban por todas partes y la única razón por la que no nos agujerearon fue el estar corriendo como si huyéramos de la peste y el sexto sentido sobrenatural que había dentro de nosotros, el instinto animal que olía el peligro y se apartaba de él de forma innata.
Además, algo en la forma de moverse de Kai me hizo suponer que él estaba utilizando sus sentidos lobunos para prever la trayectoria de las balas, porque más de una vez nos situó fuera del camino de alguna.
A pesar de que tan solo nos llevó unos diez segundos más llegar hasta la esquina, el tiempo se ralentizó hasta volverse una eternidad. Oía los gritos de los transeúntes resonando en mis oídos, asustados. Mi corazón palpitando con la fuerza de un terremoto. La firmeza de la mano de Kai sobre la mano, tratando de ponernos a salvo. El sonido de las armas disparándose y el de las balas rebotando con las paredes y el suelo. Nuestros pasos y los de mis perseguidores a nuestra espalda.
Al girar en la esquina, conseguimos un momento de paz, pero eso no hizo que disminuyera la velocidad. Mis pulmones se quejaban del esfuerzo y me recordé a mí misma que había dejado que la pereza ganara la batalla y llevaba meses sin entrenar. Me había confiado, pensado que siempre tendría a Myst para sacarme de cualquier lío y ahora pagaba las consecuencias. Pero podría aguantar un rato más, estaba segura, sobre todo si mi vida dependía de ello.
La desesperación y las ansias por sobrevivir lograban que el ser humano hiciera cosas extraordinarias.
Kai se paró de pronto, tan de repente que choqué contra él y reboté, a punto de caer al suelo. Mantuve el equilibrio sobre las botas de tacón por los pelos, apoyándose en el soporte de su mano hasta que me soltó. A su lado había una enorme moto negra y roja, una imagen elegante y sensual. De algún modo, tenía un toque animal y salvaje que recordaba mucho a su propietario.
-          ¡No me habías dicho que tenías una moto! – espeté. Mi voz se convirtió en una sucesión de jadeos por el cansancio.
-          Bueno, no hemos tenido grandes charlas – replicó, subiéndose de un salto en nuestro medio de transporte.
Sacó las llaves del bolsillo de sus vaqueros y la puso en marcha en un instante. La moto rugió entre sus piernas, despertándose de pronto, lista para la acción.
-          ¡Vamos, sube! – me instó. Miró por encima de mi hombro y sus ojos volvieron a reflejar la imagen de la bestia.
Mientras me subía a su espalda, emitió un rugido más animal que humano, un sonido de advertencia. Un instante después, el sonido de una pistola resonó de nuevo a mi espalda.

Kai arrancó desde que sintió mis piernas encajadas tras las suyas en la moto. Antes de desaparecer por el final de la calle, tuve tiempo de sacar la pistola que guardaba en la bota, girarme mientras me mantenía sujeta a la cintura de Kai con la otra mano y atravesar con una bala a uno de aquellos cabrones. Su grito de dolor fue el último sonido que oí antes de que el bramido del viento ahogara todo lo demás, mientras la moto cada vez iba más y más rápido.

martes, 7 de enero de 2014

Usemos la Estrella Polar para guiarnos en la oscuridad.

20/Noviembre

Jack Dawson (Boom)




Sabía que Clark tramaba algo. Lo conocía demasiado bien como para que un detalle como ese se me pasara por alto.
Había llegado el día antes de El Cairo, tras haber cumplido con éxito la misión que me había llevado hasta aquel maldito país donde siempre hacía calor, pero las noches se convertían en gélidas cuando el sol desaparecía por el horizonte. Me había costado más de lo que había planeado inicialmente encontrar a mi objetivo, porque un chivatazo de un topo le había informado que habían enviado a alguien a matarle y se había escondido en medio de ningún parte, en un lugar rodeado por los cuatro lados por la arena del desierto, siempre en constante movimiento y con un equipo completo de personal de seguridad.
Había pasado cuatro días rastreándolo, como un sabueso con su presa, siguiendo el rastro que dejaba tras de sí cuando compraba comida y agua, o se paraba aquí y allá a reponer otros suministros. Un hombre rico como aquel no era capaz de permanecer en completo anonimato ni aunque su vida dependiera de ello y eso era lo que siempre los llevaba a la perdición.
Lo encontré en plena noche. Me colé, amparado por la oscuridad y por el profundo sueño del vigía, en el campamento. Apenas tuve que dejar inconsciente a un par de los guardias, que eran los únicos que habían parado, inútilmente, de parar mi camino. Luego lo había encontrado a él, dentro de una enorme cabaña portátil y acompañado por una preciosa y exótica mujer que solo estaba dispuesta a soportar una noche como aquella por una importante suma de dinero, al igual que lo hacía yo. El dinero era uno de los pocos motivantes que te llevaban a ir al desierto cuando la luna domina el cielo y nada de lo que pueda suceder después será bueno.
Matarlo no fue difícil. Ni siquiera tuve que utilizar mi habilidad, porque eso hubiera sido más ruidoso y sucio que ventajoso. Una puñalada en el corazón había sido más que suficiente para acabar con la avaricia y el negocio ilegal de mi víctima. No tuvo la oportunidad de gritar antes de que la muerte se lo llevase para siempre. Y, luego, como la sombra que me habían entrenado para ser, desaparecí sin dejar rastro de mi presencia.
El vuelo se me había hecho eterno. El avión se movía por culpa de unas turbulencias, no lo suficientemente graves para causar un accidente, pero sí para marear a la mayoría de los pasajeros. En mi caso, a pesar de que era casi por completo inmune al mareo, tuve que soportar a una mujer que no dejaba de vomitar en una bolsa de papel a mi lado. Si a eso se le sumaba la imposibilidad de fumarme lentamente, con caladas profundas, un cigarro durante las largas horas de vuelo, tenías como resultado que estaba tan desesperada y fuera de mí que de mis manos empezaron a surgir unas leves chispas que pusieron en peligro la vida de la tripulación y la supervivencia de todos cuantos estábamos allí dentro, hasta que la señora mareada corrió el baño y dejó de torturarme con el horrible sonido de sus arcadas.
Desde el momento en el que entré por la puerta, supe que Clark tenía algo que decir. No sabía qué era, por descontado, porque durante mi viaje solo habíamos intercambiado unas pocas llamadas y con las palabras justas en cada una de ellas: “sigo vivo”, “pronto acabará la misión”, “todo va bien”. Nada más personal que un “no dejes que te meten”. Colgábamos antes de que el silencio incómodo que había empezado a convivir entre nosotros se instalara en la línea telefónica, aludiendo siempre al tremendo coste de las llamadas internacionales.
Quería a mi hermano más que a nadie en el mundo, pero sabía que nuestra relación no atravesaba su mejor momento. Sería capaz de hacer cualquier cosa por protegerlo, pero me sentía incapaz de sentarme junto a él y hablar de lo que había pasado aquella noche, unas semanas atrás, porque sabía que me rompería si tenía que volver a recordar lo que había pasado, lo que había visto en los ojos azules que me habían mirado con tanto odio, la fría puñalada que me había atravesado al corazón al verla tan cambiada, tan fría, tan inhumana. Y cuánto la había echado de menos. Porque, aunque veía su físico, no era capaz de encontrar en ella a la chica de la que me había enamorado. El miedo de poder haberla perdido para siempre me estaba consumiendo poco a poco y me había martirizado durante las largas noches solitarias en Egipto, donde mi única compañía era el humo que bailaba en la punta del cigarro.
Sabía que la noche de mi reencuentro con Annalysse no había sido en salir herido de su apartamento. Sin quererlo, había hecho daño a Clark con mis palabras desesperadas y no sabía cómo arreglarlo. Cómo decirle que sí, que por su causa había entrado a formar parte del sangriento mundo de Skótadi, que me había convertido en un asesino porque no podía permitir que lo separaran de mí, pero que no me arrepentía. Que si volviéramos atrás, al momento en el que mi madre nos dejó solos frente a un mundo grande y aterrador sin un modo de salir adelante, haría exactamente lo mismo, porque él importaba más que mi felicidad.
Le daba vueltas a eso una y otra vez en la cabeza, con un perenne cigarrillo colgado de mis labios. Estaba sentado en la azotea de nuestro bloque de pisos, sobre la barandilla. La ciudad se extendía bajo mis pies, iluminándose poco a poco mientras el cielo se oscurecía cada vez más. La vida nocturna estaba a punto de comenzar. Los bares y las discotecas abrirían pronto sus puertas, mientras las luces de las casas familiares se apagarían cuando los padres les dieran a sus hijos los besos de buenas noches. Las oficinas cerrarían un día más, mientras parte de la población se preparaba para salir a cazar una nueva presa con la que mitigar la soledad que los corroía. Al menos, me reconfortaba saber que no era el único solitaria que vagaba por ahí, matando sus penas en nicotina y alcohol, aunque probablemente sí fuera el único estúpido todavía enamorado de la chica a la que dejó cuatro años después de haberse separado de ella.
Cerré los ojos y di una nueva calada al cigarro, disfrutando del sabor de unos segundos de vida menos para mis pulmones envenenados.
-          ¿Jack? ¿Estás por aquí? – la voz de Clark sonó a mi espalda. No me sobresaltó. Suponía que no tardaría mucho en venir a verme y, además, era tan ruidoso como un oso borracho. Lo había oído subir por la escalera y abrir la puerta antes de entrar.
-          Aquí – lo llamé, girándome ligeramente para que me viera.
Sus ojos se agrandaron al fijarse que estaba sentado sobre la barandilla que separaba la azotea de una caída libre de unos veinte metros que terminaba en la carretera.
-          ¿Qué hacías ahí? – ahora sonaba aterrada, lo que me hizo sonreír. Clark siempre había sido el responsable, el bueno. A mí me había tocado más bien ser la oveja negra. - ¿Planeas suicidarte de forma dramática?
-          Quizá no sería mala idea – sugerí. Dejé caer los restos del cigarro, que fueron arrastrados por la gravedad hasta chocar con el suelo, muy por debajo de donde yo me encontraba. Silbé en voz baja, apreciando la distancia.
Miré a Clark por encima del hombro, con una expresión de puro pánico y confusión contorsionando su rostro. No pude contener una carcajada ante su preocupación antes de bajarme de la barandilla por el lado que no me causaría una muerte segura. Me senté en el suelo, con la espalda apoyada en la barandilla.
-          ¿Mejor?
-          Mucho mejor – replicó de inmediato. No tardó en sentarse a mi lado.
Ambos levantamos la vista hacia el cielo sobre nuestras cabezas, que empezaba a dejar ver los puntos brillantes que eran las estrellas, aunque la contaminación lumínica propia de las ciudades impedía apreciarlas de verdad y por completo.
Me invadió la melancolía.
-          ¿Recuerdas a mamá? – preguntó Clark de pronto, consiguiendo que se me formara un nudo en la boca del estómago.
-          Sí. Claro que la recuerdo. – Mi voz sonó más grave de lo normal por la emoción contenida.
-          A menudo tengo miedo de olvidarla. Ya han pasado ocho años y cada vez es más difícil mantener vivos los detalles – susurró Clark. No le respondí, me sentía incapaz de hacerlo. – Pero creo que nunca podré olvidar lo mucho que le fascinaban las estrellas. Le encantaba subir al tejado y mirarlas hasta que le dolían los músculos del cuello. Me acuerdo que trataba de enseñarme el nombre de algunas constelaciones antes de… - su voz murió antes de pronunciar la palabra que tanto dolía. Se encogió de hombros y se tragó las lágrimas que yo podía oír a la perfección en su voz. – De todos modos, solo fui capaz de aprender dónde estaba la Estrella Polar. – Levantó la mano, señalando aquella entre todas las que se despertaban sobre nuestras cabezas. – Mamá decía que era la más importante porque, cuando te encontrabas totalmente perdido, solo con mirarla siempre sabrías hacia dónde ir.
Los dos nos quedamos mirando aquella estrella en particular, que permanecía en su galaxia a años luz de nosotros, indiferente de los ojos que la observaban.
-          ¿Qué quieres decirme, Clark? – pregunté, finalmente. No me sentía con ánimos para soportar otra charla sentimentalista sobre nuestros padres muertos. Ni siquiera podría soportar hablar un minuto más con él sin el aliciente de otro cigarro.
Lo prendí con el mechero que siempre llevaba el bolsillo de los vaqueros y saboreé una vez más la nicotina en la lengua. Era un alivio casi físico, como si fuera mi medicación, la que me impedía ahogarme en la mierda que me rodeaba.
-          ¿Cómo sabes que quiero hablar de algo en especial?
Me reí entre dientes.
-          Vamos, Clark. Eres mi hermano. Te conozco mejor que tú a ti mismo, y te veo venir desde kilómetros de distancia. Llevas desde ayer muriéndote por decirme algo y parece que por fin has reunido el valor suficiente para soltarlo.
Se quedó callado un largo instante. Di otra calada en lo que esperaba a que se decidiera a contarme qué le preocupaba.
-          Deberías dejar de fumar – soltó de repente.
Volví a reírme, esta vez sin humor.
-          Estoy seguro de que no venías a decirme eso, porque ya sabes que te voy a mandar a la mierda y no te hubieras molestado en subir para oírme decírtelo. Suéltalo de una vez.
-          Yo… Está bien  - cogió aire. – Jack, llevas toda mi maldita vida sobreprotegiéndome.
-          Eso no es verdad – respondí automáticamente.
-          Los dos sabemos que sí – enarcó una ceja, desafiante, y no tuve más remedio que asentir. – La cuestión es… que ya estoy harto. Entiendo que quieras protegerme – se apresuró a añadir, viendo que estaba a punto de lanzarme sobre él. – Somos hermanos. Eres mi familia. Pero estoy cansado de ser un inútil.
-          No eres un inútil. Me ayudas con mis misiones.
-          Jack, eso no es suficiente. Oh, vamos. Lo sabes tan bien como yo. Solo hace falta ver lo que pasó el otro día. Me secuestran y lo único que puedo hacer es tratar de no cagarme encima de miedo mientras espero a que los demás me rescaten. Eso no me sirve, joder. Tengo que poder protegerme a mí mismo en situaciones así. Soy un Supra, al fin y al cabo, y no debería tener que depender de nadie para que me salvara el culo, ¿entiendes?
Me planteé un segundo lo que me estaba diciendo. En cierto modo, tenía razón. Clark tenía mucho potencial, porque su habilidad supra era bastante poderosa si conseguía dominarla por completo y, en caso de verse envuelto en situaciones peligrosas, sería un alivio saber que tendría, al menos, alguna oportunidad de salir con vida, pero…
-          Es muy peligroso – refuté. – Podría acabar haciéndote más daño que bien.
-          No veo cómo. No te digo que vaya a entrar a formar parte de Skótadi, claro que no, pero quiero que me enseñes a pelear y utilizar un arma. Lo mínimo de defensa propia.
Me terminé de fumar el cigarrillo mientras me lo pensaba seriamente. Contemplé las estrellas de nuevo. La Polar titiló en aquel momento, como si me tratara de decir algo. Pero solo era una estrella en medio del cielo, no un mensaje celestial.
-          Está bien. Tienes razón – acepté finalmente, mientras apretaba la colilla contra el suelo para apagarla.
-          ¿Eso es un sí? – me dedicó una sonrisa triunfante.
-          Es un vamos a intentarlo. Pero – me giré hacia él y clavé mis ojos en los suyos con severidad – yo mando. ¿Entiendes lo que quiero decir? Si quieres aprender, va a ser duro y vas a tener que hacerme caso siempre. Esa es mi condición.
-          Ya eres un mandón siempre, no creo que vea la diferencia – bromeó, aceptando con un asentimiento de cabeza.
Me reí mientras levantaba la vista de nuevo.
-          Oh, la verás. Créeme que sí.



domingo, 8 de diciembre de 2013

My last hope is you (parte II).

18/Noviembre

Annalyse Tyler (Myst



Para cuando llegué a nuestro lugar de encuentro habitual, Sam ya estaba allí. Llevaba el pelo suelto y enredado, como si hubiera salido corriendo sin peinarse. Los tacones descansaban a un lado del banco donde ella estaba sentada, sus pies descalzos acariciando el césped, que empezaba a escasear a esas alturas del año. Sonrió al verme. Llevaba puesto el mismo vestido que la noche anterior, pero había conseguido una sudadera en alguna parte para tapar toda la sangre que debía haber dejado una horrible mancha y el agujero de bala que le había atravesado el pecho. Por el tamaño, estaba bastante segura de que era del licántropo, puesto que no había muchos hombres tan altos y anchos de hombros como él.
Me senté a su lado. Ninguna de las dos dijo nada durante el primer minuto, solo nos quedamos allí mirando hacia el lago que se extendía ante nuestros ojos, enorme y azul, un reflejo exacto del color del cielo sobre nuestras cabezas, que iba oscureciéndose poco a poco, una amenaza de tormenta que ninguna de las dos pasamos por alta. Sam me tendió un café. Ella tenía otro en la mano.
-          Como anoche salimos sin dinero, pensé que quizá necesitaras que te trajera uno – explicó con voz divertida.
-          Tú tampoco tenías dinero – le recordé, enarcando una ceja y aceptando el café. Estaba tibio, pero aun así, sirvió para calentarme las manos heladas. Bebí el primer sorbo antes de que se enfriara del todo, disfrutando del sabor de la cafeína, de su olor amargo, de la energía extra que le daba a mi cerebro.
-          ¿Desde cuándo necesito yo dinero? – replicó Sam. Me lanzó una sonrisa pícara y suspiré, sabiendo que era inútil discutir con ella de nuevo el asunto ético de “no está bien obligar a la gente a darte cosas gratis cuando tendrías que pagar por ellas”. Sabía que Sam era incorregible.
-          Me alegro tanto de que aún respires que no voy a molestarme en darle importancia a eso – le aclaré.
Volvimos a quedarnos las dos en silencio, pero esta vez nuestra mente estaba perdida en los recuerdos y en los miedos de la noche anterior.
-          Pensé que de verdad habías muerto – susurré con voz ahogada.
-          ¿Sabes? Yo también lo pensé – un escalofrío recorrió a Sam. – Creo que llegué a estarlo un par de segundos, pero Kai me salvó a tiempo. Y tú, por supuesto. Gracias por salvarme la vida, Myst – apoyó la cabeza en mi hombro y cerró los ojos.
-          Gracias por no morirte. Y, por favor, a partir de ahora, aléjate de los hombres armados.
-          Haré lo que pueda – prometió y volvió a reírse. En ese momento, me pareció uno de los sonidos más bellos del universo. Dejé que el alivio limpiara todo el dolor de la noche pasada. Estaba viva.
Habíamos elegido precisamente ese lugar de encuentro mucho tiempo atrás, porque estar allí era como alejarse de todo y poder rozar la paz absoluta con las yemas de los dedos, aunque nunca fuera por completo. Era la zona más apartada de un parque donde la mayoría de la gente llevaba a pasear a sus perros. El lago estaba protegido de pescadores, y solo podían transitarlo pequeñas barcas de remo que se alquilaban allí mismo. No llegaba el sonido del tráfico, ni de la muchedumbre que corría calle arriba y calle abajo. Solo el agua meciéndose, el ladrido ocasional de un perro y el viento silbando a través de las hojas que el otoño aún no había secuestrado.
Estando allí, parecía que el minutero del reloj se detenía. Por eso lo habíamos elegido, era nuestro sitio especial para huir del caos que nos rodeaba. Y también era el lugar donde decir las cosas que no queríamos decir en el mundo real, que tratábamos de ocultar, pero seguían existiendo en los recovecos y en las trampillas secretas de nuestros corazones.
-          Anoche no volví a casa.
-          Lo sé. Llevas la misma ropa – señaló ella. Como era habitual, en su voz no había ningún indicio de reproche o burla. Solo las palabras que flotaban en el aire.
-          No quería estar sola. No… no hubiera podido soportarlo. En nuestro piso todo me hubiera recordado a ti.
-          ¿A dónde fuiste? – esta vez sí sonó verdaderamente interesada.
-          Yo… - respiré hondo. – Fui al apartamento de William. Del… detective.
Sam no hizo ningún movimiento. Se queda muy quieta, tanto que parecía que casi había dejado de respirar. Luego, se apartó el pelo de la cara en un gesto inconsciente y repitió el tic al que estaba tan acostumbrada que, a veces, dejaba incluso de darme cuenta de que lo estaba haciendo.
-          Vaya. Y pasaste la noche allí, así que supongo que…
-          Sí – respondí a la pregunta no formulada. Me sonrojé de inmediato, pero Sam no me estaba mirando, sino que mantenía los ojos fijos en las tranquilas aguas del lago.
Lo consideró durante un segundo y después simplemente asintió.
-          Lo comprendo. Pero… sabes que es peligroso, ¿verdad? No puedes confiar en él.
-          Sí… lo sé – musité. Una parte de mí se rompió al pronunciar las palabras, pero la lógica me decía que Sam tenía razón. El detective había intentado llevarme a prisión desde el momento en que nos habíamos conocido y, a pesar de que yo deseaba con todas mis fuerzas que lo que había surgido entre nosotros fuera tan especial para él como había llegado a serlo para mí, descartar la posibilidad de que se tratara de una estratagema para conseguir su objetivo inicial hubiera sido una locura y una insensatez, de esas que pueden costarte la vida. Literal o metafóricamente.
Sam posó la mano sobre mi muslo y me dio un pequeño apretón.
-          Solo… ten cuidado, ¿vale? No le cuentes más de la cuenta. No bajes la guardia.
-          Descuida. Yo también fui entrenada – fruncí los labios. – Supongo que nos enseñaron bien.
-          Sí, eso hay que reconocerlo. Son unos hijos de puta manipuladores y sin corazón, pero saben cómo hacer que unas chicas asustadas e indefensas sean capaces de patearle el culo a todo el mundo. Y hablando de patear culos, ¿qué pasó con nuestro mafioso italiano? Porque nada me haría más feliz que hacerlo otra visita – el tono de Sam se volvió oscuro, afilado y letal como un cuchillo apoyado en el cuello de Manzella.
Me acabé el café y dejé el vaso en el suelo junto al vacío de mi amiga.
-          No tenía fuerzas para enfrentarme a eso, así que llamé al equipo de limpieza. Se deshicieron de los cadáveres, encontraron a la chica y completaron la misión.
-          Oh, joder. Eso significa que ahora les tendremos que dar el 50 %.
-          Ya, son unos estafadores, pero dejaron todo impoluto. Y consiguieron un montón de documentos clasificados de Manzella, y los dejaron junto a él en la puerta de la comisaría. Un regalo de navidad adelanto para nuestro sistema de justicia. Pasará una eternidad en la cárcel.
-          Si no voy a verlo yo primero – por la forma en que lo dije, supe sin duda que Manzella jamás viviría para contar esa visita, pero conocía lo suficiente a Sam para saber que no valía la pena disuadirla. Si quería hacerlo, lo haría, y nada de lo que yo dijera serviría de nada. También tenía su derecho. Al fin y al cabo, por culpa de aquel cabrón había estado a punto de morir.
Una bandada de algunas aves que aún no habían emigrado de la ciudad pasó sobre nuestras cabezas. Ambas levantamos la vista para verlas perderse en el horizonte, volando en busca de un lugar más cálido donde esconderse del frío.
Pensé en la posibilidad de imitarlas. Coger las maletas, llenarlas de las pocas cosas importantes que quedaban en mi habitación y largarme rumbo a cualquier parte, a un país donde no tuviera que enfrentarme al mundo con uñas y dientes para sobrevivir. Pero no podía. Sabía que no podía. Tras vengar la muerte de mi hermana, no me quedaba nada, ninguna razón para salir adelante. Me había centrado tanto es la venganza, en el momento en el que al fin pagaría la vida perdida con las que habían causado mi dolor, que no me había parado a plantearme qué pasaría después.
Cuando no tienes una razón para vivir, tienes mil para morir. Lo había leído en alguna parte, aunque no podía recordar dónde ni cuándo.
Mi razón para vivir ahora era Sam, porque sabía que si la dejaba sola, sería como un león suelto en medio de la ciudad. Demasiado peligroso para su propio bien. Nunca podría marcharme sin ella.
-          Lloré – dijo Sam de pronto. Sentí cómo su cuerpo se ponía en tensión ante la confesión.
-          ¿Qué?
-          Esta mañana. Lloré.
-          No sabía que… podías. Ya sabes, con la ataraxia y eso… pensaba que…
Sam sacudió la cabeza y su pelo me hizo cosquillas en la piel de los brazos. Levantó la cabeza de mis hombros. Dobló las rodillas y las rodeó con los brazos. Cuando habló, lo hizo sin mirarme ni una sola vez.
-          Llevaba dieciséis años sin derramar una lágrima.  Y tienes razón, no debería poder, porque llorar en un sentimiento demasiado intenso para mi corazón estéril.
-          Pero lloraste – apunté, para animarla a continuar con la historia. Sabía que le costaba encontrar las palabras adecuadas, porque para ella describir sus sentimientos era una misión casi imposible, pero no podía dejar que se guardara todo aquello dentro.
-          Sí. Cuando me desperté, yo… pensé que había matado al licántropo. Me sobrealimenté de su energía y estaba tan segura de que estaba muerto, que… lloré. Al principio ni siquiera sabía que estaba pasando… solo me sentía tan horrible, como si todas las desgracias del mundo se concentraran en mi pecho. Quería gritar, esconderme, golpear cosas hasta que me sangraran las manos. Y empecé a llorar sin poder parar. Lágrimas y más lágrimas. Como si estuviera expulsando a través de ellas todas las cosas que no había sentido durante todo este tiempo.
Hizo una pausa. Yo no sabía qué decir, así que no dije nada.
-          No lo entiendo, Myst. No sé qué me pasa. Pero sé que algo anda mal, porque de pronto soy capaz de sentir. Sentí el pánico, frío como el océano Antártico, cristalizar en mi estómago cuando la bala me atravesó. Sentí culpa y angustia, y desesperación, cuando pensé que había matado al licántropo. Y… sentí un enorme alivio cuando descubrí que seguía vivo. Tanto alivio que… quizá podría ser felicidad. No estoy segura – se encogió de hombros. – He pasado tanto tiempo sin sentir nada en absoluto que ahora me cuesta diferenciar estas confusas emociones unas de otras. Todas son igual de desgarradoras.
Medité un segundo sobre todo lo que acaba de decir. Estaba totalmente impactada, así que me llevó más tiempo de lo habitual procesar toda aquella información que había salido de golpe de la boca de mi mejor amiga.
Así que Sam se estaba ¿curando? de su ataraxia. No sabía si esa era la palabra correcta porque, después de todo, se había aferrada a ella con tanta fuerza, utilizándola como su manto protector, que ahora probablemente no sabría qué hacer si la perdía. ¿Cómo podía lidiar con la cantidad de emociones y reacciones sentimentales que una persona normal tenía cuando no tenía la práctica para manejarlas? Aquello podía ser devastador para ella y llevarla a la locura.
-          Creo que algo ha desencadenado que la ataraxia empiece a perder efecto – sugerí.
-          ¿Y qué coño puede ser? – su voz sonó angustiada, tal y como yo suponía.
-          Bueno, es bastante obvio. – Sonreí. – Estoy bastante segura de que es cosa del licántropo y de la forma en que pierdes el control cuando estás con él.
Sam apretó con más fuerza sus piernas y frunció el ceño, considerando la idea con gesto malhumorado.
-          Ese maldito lobo solo me trae problemas – se quejó.
-          Anoche te salvó la vida – le recordé, enarcando ambas cejas.
Hizo un ruidito despectivo y puso los ojos en blanco, aunque ambas sabíamos que yo tenía razón. Una de las dos tenía que representar a la lógica en aquella situación. Sam lo era cuando hablábamos de mi problema con William (bueno, quizá llamarlo problema no se ajustaba a lo que yo sentía), así que yo tendría que serla para ella.
-          ¿Cómo te sientes respecto a esto? Es decir, los sentimientos y eso.
-          Me asusta – confesó en voz baja. – No sé qué hacer con ellos. Son como pequeñas explosiones incontrolables que me dejan fuera de juego. Y, si esto sigue así, acabaré volviéndome débil por su culpa, una llorona sin remedio. No quiero eso. Me gusta ser quién soy.
-          Sigues siendo tú, Sam. Solo que ahora eres una versión más completa, no solo una demo. Solo tienes que aprenderlo a manejarlo.
-          ¿No podría volver a ser todo como antes? – musitó, disgustada.
Negué con la cabeza.
-          El mundo gira. Las cosas cambian. Las personas avanzan. Dale una oportunidad, Sam. Los sentimientos no son tan malos.
Ella levantó la vista al cielo. Las nubes negras que habían ido acercándose se habían condensado sobre nuestras cabezas, cada vez más oscuras, más peligrosas. Un viento helado surgió de entre los árboles, poniéndonos la piel de gallina al pasar junto a nosotras. La lluvia no tardaría mucho en hacer acto de presencia y quizá la acompañarían algunos rayos.
-          No, no lo son. Hasta que te matan.